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Memorias de trenes


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Y ellos caminan, lloran hasta la madrugada

en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

JAIME SABINES

Zacatepec. Sonia Antonio de la Rosa ha escrito una novela, un libro de crónicas y prepara un libro de cuentos. Tiene 74 años de edad y trabajó 32 años como ferrocarrilera. En 1997 la jubilaron y se puso a estudiar Filosofía y después entró a la escuela de escritores, para poder contar la mitad de su vida entre estaciones y ferrocarriles.

Esto relató Sonia Antonio de la Rosa, en entrevista, en el marco de la presentación de su novela Estación sola, que narra la historia de los ferrocarriles de México, desde los ojos de un telegrafista.

En entrevista, luego de haber presentado en el pueblo indígena de Tetelpa su novela, relató que en 1997 ella era jefa de estación en Emiliano Zapata, y en cierta ocasión, después de que se anunció que no habría más transporte de pasajeros en tren, estaba trabajando en la estación cuando comenzaron a llegar personas de Temixco que preguntaba por el tren, y ella tenía que informales que ya no habría tren:

-¿Pero por qué? ¿Se descompuso?

-No ya no habrá, lo cancelaron.

-¿Qué significa eso?

-Que ya no pasará.

-¡Es que el tren debe de pasar! Y mañana ¿va a haber tren?

No.

-Pero, si el tren es para los pobres.

“No hallaba yo palabras exactas para decirle a la gente que el tren ya nunca pasaría, que no esperaran.

Un grupito de cuatro niños, un hombre y una mujer, se sentaron por ahí, a esperar al tren. No entendían que nunca volvería a pasar”.

“El 8 de junio de 1997, todos los trenes dejaron de circular y se cerraron todas las estaciones. El último tren que transitó por la estación de Emiliano Zapata fue de carga, llevaba la máquina 10047, pasó rumbo al sur, llevaba furgones, el conductor era I. Montes. Ese día, salí de la oficina muy desconsolada y comencé a caminar rumbo a la iglesia, a dar gracias a Dios y preguntar qué seguía, yo tenía 49 años, no estaba tan grande como para sentarme a esperar la muerte”, relató.

En diferentes medios de comunicación se estuvo anunciando que el lunes 16 de junio de 1997, pasaría por última vez el tren número 45, México- Balsas, con servicio de pasajeros diario de primera y segunda, y que saldría de la estación de Buenavista en la Ciudad de México, como desde que fue inaugurada esta línea el 1° de diciembre de 1897 por el entonces presidente Porfirio Díaz.

La locomotora era una F9 A-B, de 1750 HP, que perteneció a un lote de 20 locomotoras que adquirió Ferrocarriles Nacionales de México en 1954. 7000 A, 7000 B a 7009 A, 7009 B., fue construidas en La Granje, Illinois, Estados Unidos, y estaba equipada con motor principal EMD 567C. V16 Trucks Blomberg B. para desarrollar una velocidad máxima de 105 km/h.

En horario ordinario saldría de la terminal en la Ciudad de México a las 7:47 horas, a las 11:20 llegaría a Cuernavaca a las  12:00 h continuaría su recorrido, con paradas reglamentarias en: Emiliano Zapata 12:30 h, Tetecalita 12:46 h, Juan Pagaza (Zacatepec) 13:13 h, Puente de Ixtla 13:46 h, Santa Fe 14:34 h, Vista 14:57 h, Los Amates 15:22 h, Iguala 15:45 h, Cocula 16:36 h, Apipilulco 16:48 h, y su destino Balsas a las 17:50 horas.

De acuerdo con una nota del periódico El Universal, del 17 de junio de ese año, el tren 45 salió de Buenavista rumbo a Balsas y, por San Jerónimo (ahora Alcaldía Magdalena Contreras), arrasó a un vehículo que se encontraba estacionado muy cerca de la vía; no hubo personas heridas.

A decir de Sonia Antonio, el 45 tenía años que únicamente corría de Cuernavaca a Apipilulco, Guerrero, y regresaba al otro día como número 46. Salía de Cuernavaca a las 10:00 de la mañana, llegaba Apipilulco a 18:00 horas.

 

La niña telegrafista

Sonia Antonio de la Rosa, nació en Mojarras, municipio de Tonalá, Chiapas, en aquel entonces un pueblo costeño de pocas familias, y como muchas mujeres de ese lugar estaba destinada a quedarse allí o casarse a los 15 años o estudiar belleza o mecanografía en Tonalá, pero un acontecimiento relacionado con el ferrocarril cambiaría su vida.

“A mis once años, cuando cursaba la primaria, entre mis responsabilidades estaba aprender la clave Morse. Una pequeña tabla de madera con dos monedas de cinco centavos pegadas y dos clavos era mi aparato telegráfico. Todas las tardes, sin falta, las ocupaba para practicar y fui aprendiendo con diferentes maestros, hasta llegar a escucharlo bien y estar lista para el examen. Como todo oficio necesité orden, tiempo, dedicación y constancia.

Recuerdo cuando mi madre me dijo: ‘Tú puedes ser telegrafista’. Sorprendida pregunté: ¿yo? ‘Sí, tú’, contestó ella.

Esa idea mi madre la tomó de Demetrio Vallejo Martínez, líder de los ferrocarrileros, cuando en 1959 pasó en un tren de carga que se detuvo a un kilómetro de la pequeña estación del pueblo donde vivíamos.

Ocho personas laboraban en la sección de la empresa ferrocarrilera, y recibían notificaciones sobre los avances del movimiento que el líder encabezaba para mejorar las condiciones de trabajo.

El pueblo se solidarizaba con los trabajadores, así que cuando el tren silbó al llegar a la estación y redujo su velocidad, corrimos para conocer al líder y escuchar lo que proponía. Del último vagón color amarillo, que llamaban cabús, salió un hombre chaparrito con una chaqueta de mezclilla y saludó de mano a los trabajadores. Habló sobre el emplazamiento a huelga que estaba próximo a estallar y repartió unos volantes.

Antes de que el tren continuara, porque iba de paso rumbo al sur, agregó: "Ya hay mujeres telegrafistas. Niñas y niños pónganse a estudiar en la estación el telégrafo y no dejen de ir a la escuela". Mamá me volteó a ver.

Desde ese día, entre juegos y risas aún tenía la idea de llegar a los 17 años y ser ferrocarrilera.

En mi entorno no había tantas oportunidades para soñar con algo más grande, eran metas difíciles de alcanzar. En mi comunidad no se acostumbraba que ni hombres ni mujeres estudiaran. Las niñas estaban destinadas a otro fin. Había algunas familias que podían pagar seis pesos para que sus hijas estudiaran en la Academia de Taquimecanografía. En cambio, para aprender telégrafo no se pagaba nada.

Yo me sentía telegrafista y tenía la esperanza de conocer todas las estaciones del sistema. Llena de entusiasmo seguía practicando; no quería separarme del telégrafo ni dejar de escucharlo un solo día, así lo convertí en parte de mi vida.

Con la ilusión de realizar mi más grande anhelo llegué a la Ciudad de México un 20 de julio de 1965, en el tren número 101, procedente de la frontera sur de la República Mexicana.

Fue un 2 de agosto cuando me encontraba en una pequeña sala con un grupo de 25 jóvenes en el examen de admisión. Cuatro meses duró la capacitación y regresé nuevamente en el tren número 102 al lugar de donde había partido, ya con mi certificado de telegrafista firmado por el Ingeniero Cuenca, que era el jefe del departamento de Capacitación de Electricidad y Telégrafos de la empresa.

Para mí y mis familiares el logro era tan grande que lo festejamos como si hubiera regresado con estudios superiores. Me recibieron con cohetes, hasta lloramos de la emoción, me sentía una graduada. Tomando en cuenta las limitaciones que teníamos las mujeres en esos años, mi condición económica y mi grado escolar de primaria solamente, aquello realmente era un gran logro. El 5 de diciembre de 1965 mis derechos aparecían en el escalafón.

Comencé a trabajar en la frontera sur, en la planta de telegrafistas de la estación de Tonalá, Chiapas, en días festivos, cubriendo relevos y días económicos. La llamada telegráfica era "NA".

Para ascender a Jefe de Estación regresé a la Ciudad de México en 1967, me inscribí en la división Querétaro y tuve la oportunidad de conocer todas las estaciones que la conformaban. Sin embargo, mi gusto se inclinó por la línea "C", México-Balsas.

La primera vez que estuve en la telegráfica de la estación de Cuernavaca, fue una estancia de tres días cubriendo descansos de telegrafistas y fue novedoso porque llegué por carretera. Yo únicamente sabía viajar en tren, pero me pareció fantástico.

Nuevamente ingresé al Instituto de Capacitación y obtuve el segundo escalafón como Jefe de Estación, así, mi oportunidad de empleo se ampliaba. Ya con el ascenso, trabajaba periodos cortos, tres o cuatro días a la quincena, lo que era muy bueno.

En Ferrocarriles Nacionales de México (FNM) se formaron 31 mil 600 telegrafistas, y sólo 200 mujeres”.

 

Vidas desechas

La extelegrafista y escritora Sonia Antonio de la Rosa, autora también de ¡Váamonos! Crónica de una ferrocarrilera, y de un libro de cuentos, en preparación, explicó que en 1995, el entonces presidente de México Ernesto Zedillo Ponce de León, había privatizado FNM y en 2001 se anunciaría la desaparición de dicho organismo y de 500 trenes).

Le preocupaba la raquítica pensión de mil 600 pesos, sabía que se aproximaba una gran crisis para el gremio ferrocarrilero, por ello instaló en su casa un puesto de manualidades: hacia angelitos, vendía flores, arreglaba iglesias, ramos de novias.

“En 1997, tenía yo 32 añosde antigüedad cuando me liquidaron. Junto conmigo liquidaron a 150 mil compañeros ferrocarrileros, de los cuales quedan muy pocos, ya que muchos murieron de tristeza o de enfermedades causadas por la inactividad. Tenemos un grupo de WhatsApp, y es muy triste ver a algunos compañeros telegrafistas o jefes de estación vendiendo dulces en las calles o trabajando como conserjes en las escuelas”.

 

Estudiar para contar su historia

Sonia quería relatar su historia de los ferrocarriles, que ya ha sido documentada desde la visión de las empresas o de la historia oficial, pero faltaba la visión del trabajador, así que se preparó para contar.

Estudió la preparatoria de 1997 a 2001 y de 2003 a 2008 la carrera de Filosofía, en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, en su modalidad semiescolarizada.

“Fue una experiencia maravillosa conocer tantos autores y filósofos. Ahí me nació la idea de hacer un libro de los ferrocarriles” y se propuso estudiar más:

De 2015 a 2019 estudió en la Escuela de Escritores “Ricardo Garibay”, donde escribió Váamonos! Crónica de una ferrocarrilera. Estación Sola, se publicó en junio de 2022.

“Yo creo que sí no me hubiera acercado a las letras, los libros no existieran, se quedarían en ideas”, concluyó.

 

Sonia Antonio de la Rosa y sus dos libros.

Sonia Antonio de la Rosa en Tetelpa.

Sonia Antonio de la Rosa y su novela.

Tren abandonado.

Vías en Apizaco.

Tren número 45. México - Balsas. Servicio diario. Primera y segunda.

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