¿Por qué es indispensable mantenernos alerta, sobre todo cuando los miembros de las élites se encaminan hacia un nuevo periodo electoral en aras de conservar o recuperar el poder, o acceder a él? La respuesta es simple: la acción renovada e implacable de los autoritarios está presente de nuevo, entre nosotros. Lo que acaba de ocurrir en el Congreso del Estado –el desprecio de determinados representantes federales a una pléyade de diputados locales interesados en conocer a fondo el “Caso Jethro Ramsés”- constituye un magnífico botón de muestra.
El concepto de autoridad, así como las nociones afines a las que se asocia frecuentemente –poder, influencia, liderazgo– se emplea en diversos sentidos en el campo de la filosofía política y de las ciencias sociales. Tal diversidad se debe, en parte, a la ubicuidad del fenómeno. Desde el punto de vista de su origen, el término autoridad es una vieja palabra latina (auctoritas, sinónimo de poder legítimo y no de fuerza coactiva) unida al verboaugere, aumentar; y no ha sido un término peyorativo, contrariamente al vocablo autoritarismo, utilizado hoy en forma despectiva.
En el campo político, el adjetivo “autoritario” y el sustantivo “autoritarismo” que deriva de él se emplean en tres contextos: la estructura de los sistemas políticos, las disposiciones psicológicas relacionadas con el poder y las ideologías políticas. En la tipología de los sistemas políticos, se suele llamar autoritarios a los regímenes que privilegian el aspecto del mando y menosprecian el consenso. En sentido psicológico, se habla de personalidad autoritaria para indicar un tipo de personalidad centrada en la disposición a la obediencia ciega a los superiores y al trato arrogante con los inferiores jerárquicos o a los que están privados de poder. Cualquier semejanza con hechos acontecidos recientemente en nuestra entidad, no es mera coincidencia, sino parte de la realidad que buscamos concientizar.
En cuanto a las ideologías autoritarias, son aquellas que niegan de manera decidida la igualdad entre los hombres, hacen énfasis en el principio jerárquico y exaltan a menudo algunos elementos de la personalidad autoritaria como si fueran virtudes. Desde el punto de vista de los valores democráticos, el autoritarismo es una manifestación degenerativa de la autoridad, mientras que desde el punto de vista de una orientación autoritaria, el igualitarismo democrático es el que no es capaz de producir la “verdadera” autoridad.
La aplicación más amplia del significado de autoritarismo se encuentra en los estudios sobre la personalidad y las actitudes autoritarias. El autoritarismo como ideología enfatiza que la autoridad debería reconocerse y ejercerse mediante la fuerza y la coacción. Esta actitud ha preocupado a los científicos sociales que han abordado el problema intentando encontrar un fundamento o explicación en los individuos.
Todo lo antes escrito me remonta a la campaña presidencial de 2000, cuando se efectuaban los procesos partidistas hacia la elección de candidatos a la presidencia de la República. “La Jornada” publicó una entrevista con Armando Barriguete, entonces presidente de la Asociación Psicoanalítica Mexicana, quien se refirió al eventual triunfo del panista Vicente Fox Quesada, debido a que, con su personalidad, discurso e indumentaria simbolizaba el añejo autoritarismo priísta y la proclividad de los mexicanos (como parte de la cultura nacional) a someterse ante los poderosos. Y tras la debacle priísta del año 2000, en infinidad de artículos me he referido a los vicios heredados por el “régimen de la Revolución” y al hecho de que México atestiguaba el cambio de presidentes provenientes de un partido diferente al PRI, pero no la implantación de otro modelo de gobierno. Al contrario: ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón rompieron con los antiguos moldes del partido tricolor, prefiriendo aliarse con sus enemigos históricos.
El 5 de diciembre de 2008 transcribí porciones de un ensayo titulado “Cohesión social, democracia y confianza”, escrito por Enrique Alducin, y que forma parte del libro “¿Estamos Unidos Mexicanos? Los límites de la cohesión social en México” (2001, Editorial Planeta, pág. 229), que tal vez nos oriente ahora sobre las causas del reposicionamiento priísta. Ahí leemos: “El gobierno emanado de la revolución duró todo el siglo y fue el principal protagonista de nuestra historia. Determinó las relaciones políticas, sociales y económicas, distribuyó el ingreso y los privilegios e incluso creó la cultura y los valores dominantes por medio de la educación estatal monopólica, obligatoria, laica y gratuita, así como de un control total de los medios masivos de comunicación. En todos los campos reprimió y eliminó cualquier posible rival. Así, los partidos opositores operaron en la clandestinidad, y cuando se reconoció su presencia, no contaron sus votos; las iglesias funcionaron en la ilegalidad y los medios no se atrevieron a ser independientes o sufrieron las consecuencias de serlo. Imperó un centralismo en que todas las decisiones pasaron por el presidente de la República, que lo mismo nombró legisladores que ministros, gobernadores o funcionarios públicos”. Así, fuimos regidos por una figura central en el proceso de la representación e identidad del mexicano: el Poder Ejecutivo, con un presidente fuerte y autoritario. Y frente al errático proceso democratizador vigente desde el 2000, todo puede suceder hacia 2012. Que Dios nos agarre confesados.