Es más: los mexicanos no poseen parámetros para medir la victoria surgiendo otra vez la necesidad de reflexionar sobre la conceptualización del estado fallido. ¿Estamos o no en tal condición? Desglosemos.
“Como las comunitarias y las económicas, las consecuencias políticas de la actividad que despliegan las organizaciones criminales, especialmente las más poderosas, se distribuyen en varias dimensiones. Por lo pronto, conviene advertir que la existencia de un problema de crimen organizado en un país obliga a destinar gran cantidad de recursos (económicos, técnicos, materiales y humanos) y esfuerzos a hacer frente a su amenaza, recursos y esfuerzos que podrían destinarse a otros ámbitos de la actuación política de máxima necesidad y que pueden elevar sensiblemente la deuda estatal”.
Así lo leemos en el excelente libro “Crimen Punto Org. Evolución y claves de la delincuencia organizada”, de Luis de la Corte Ibañez y Andrea Giménez-Salinas Framis (España, Editorial Planeta 2010), que nos ayuda a comprender todavía más el fenómeno. De manera concreta los autores describen el escenario de un estado fallido: “El efecto político más extendido es la pérdida de eficiencia en el funcionamiento de instituciones públicas, generalmente como consecuencia de la corrupción promovida a distintos niveles y en diferentes áreas para favorecer intereses privados. Esas prácticas corruptas y las complementarias acciones intimidatorias dirigidas contra empleados de la administración suelen ir orientadas a promover la distribución parcial de los recursos, quebrando así el principio de equidad en la implementación de políticas públicas. Una forma alternativa de generar efectos semejantes, aunque más graves, tiene lugar cuando una organización criminal logra extender su influencia hasta las altas esferas políticas, lo que le permite condicionar el ejercicio del poder legislativo y ejecutivo, que afecta la promulgación de leyes o a la toma de decisiones gubernamentales (…) El crimen organizado puede erosionar también los fundamentos y pilares del Estado de derecho. La propia acción del crimen organizado constituye ya un desafío para el mantenimiento del principio de legalidad vigente. La quiebra de este principio podría ser impulsada de varias maneras, aunque las fórmulas más habituales están mediatizadas por algún cambio en la cultura política, es decir, en el sistema de valores, creencias y actitudes que condicionan la acción política de los ciudadanos”. Hasta aquí el referido libro, cuya lectura recomiendo pues nos muestra el origen de la grave problemática, no solo en México, sino en cualquier parte del mundo.
En cuestión de segundos trascendieron a nivel internacional las escenas de futbolistas adscritos a los clubes Santos de Torreón y Monarcas Morelia corriendo despavoridos a causa de una balacera suscitada el sábado anterior, dentro del nuevo estadio propiedad del Club Santos en la comarca lagunera, por bandas delincuenciales. Cualquier número de testigos presenciales señaló que los hechos ocurrieron al interior del inmueble y no fuera como lo propalaron los personeros del gobierno federal buscando minimizar los hechos ante el desprestigio que sobre México acarrearían las imágenes. Pero no fue el hecho en sí lo que le afligió en realidad a esos personeros, sino la confirmación del estado fallido en la guerra calderonista. Y en el mismo nivel de fracaso podemos ubicar el artero asesinato de José Eduviges Nava Altamirano, malogrado presidente municipal de Zacualpan, Estado de México, victimado el sábado porque simple y sencillamente rechazó coludirse con células criminales cuyo centro de operaciones es la zona limítrofe entre la entidad mexiquense y Guerrero para mantener el trasiego de drogas. Originario de Cuernavaca, pero avecindado en Zacualpan desde hace varios lustros, Nava Altamirano fue sepultado el domingo en el Panteón Parque de la Paz, acompañado por una importante pléyade de amigos que siempre lo recordarán debido a su honestidad.
Respecto de la guerra calderonista, recordaré lo que escribí el 9 de abril de 2010: “Una declaración formal de guerra suena como algo anacrónico, casi romántico. Avisarle al enemigo que se está en guerra tiene un tinte cómico y hace recordar una anécdota del almirante norteamericano Isaac Kidd. En una oportunidad un destructor soviético se entreveró en el medio de su flota y encañonó al buque del almirante. Éste, sin dudarlo, inicio un zafarrancho de combate y dirigió todo su poder de fuego hacia el intruso. Indignado, el capitán del buque soviético le preguntó: ‘¿Qué pretende, iniciar la tercera guerra mundial?’. ‘No se preocupe’, le respondió Kidd, ‘que si la comienzo le prometo que usted será el primero en enterarse’”.
Y agregué: “El problema de las declaraciones de guerra es serio. Felipe Calderón declaró la guerra al crimen organizado a finales de 2006 en un contexto donde subsistían luchas políticas que suelen buscar el poder, las cuales siguen vigentes hasta hoy. Sin embargo, la lucha armada con objetivos políticos suele ser por todo el poder. Cuando en la historia de un pueblo surgen sectores sustantivos dispuestos a exponer sus vidas es porque existen causas para ello. Y ojo: nunca se olvide que el narco está arraigado en la cultura de muchas regiones mexicanas. Aguas”.
Efectivamente: las células de delincuencia organizada diseminadas a nivel nacional, sobre todo en zonas de alta violencia, integran un gigantesco grupo que, tras la declaratoria calderonista de guerra, dejó de reconocer cualquier vestigio de legitimidad y autoridad del sistema estando dispuesto a dar la vida en su empeño por destruirlo. El caso de los decapitados y otras formas de aniquilación entre bandas criminales es algo diametralmente opuesto al hecho de agredir instituciones públicas sin temor. Es aceptar la guerra. Y en eso estamos metidos, a fuerza, todos los mexicanos.