Don Luciano, el padre de la Dinastía Pacheco, trabajaba en algún juzgado, por eso todos creímos que era abogado y como tal se le trataba, con mucho respeto, era un hombre con autoridad moral, que en lo que podía ayudaba a los demás con sus asesorías. Tenía, como era la costumbre de la época, muchos hijos, pero eran especiales: a diferencia de la mayoría, todos estudiaban, se manejaban con educación y esa misma condición obligaba a los demás a, también, respetarlos. El que escribe siempre creyó que ahí habían nacido, pero otros comentaban que “venían de Tetecala”. La cosa es que La Careli es inolvidable, como nunca olvidadas las ricas gelatinas de grosella y sus cervezas heladas en los refrigeradores de lámina que La Corona, de don Víctor Palma, prestaba a sus clientes.
Realmente, en el terreno periodístico, Efraín Ernesto Pacheco Cedillo fue el forjador de muchos. Al que escribe le corresponde su primera experiencia laboral en esta profesión, ya con salario, con él. Aquel 20 de noviembre, llevado por Pepe Pérez Durán. Nos miró completo, como que decía, “¿Y éste que hace aquí?”. Había razones. Efraín lo único que vio de un servidor como en algunos amigos del barrio en Zarco fueron las cáscaras y los agarrones. En 1967 fue testigo del primer encuentro con el siempre querido Felipe Salazar Díaz “El Monito”, justo frente a su tienda y la sastrería de don Joaquín Núñez, “El Guachi”, papá del entrañable Ney. Bravo, derecho, “El Monito” no contaba con la anticipación (abusivamente se conoce como “descontón”) y al salir ‘el mole’ terminó el conato que siguió, a invitación airada de Felipe, al día siguiente en el pequeño atrio de la iglesia de Tepetates. “Si tienes h…, te espero a las siete de la noche, mañana”, sentenció.
Ahí estuvimos, frente a la casa de “El Monito”, justo arriba de la famosa Careli de don Luciano Pacheco, chiflándole a Felipe que, de entrada nos apantalló, bajando como bombero desde una ventana a través de un poste de luz. Ni nos fijamos si Efraín se encontraba, como siempre, en la entrada de la tienda, porque el primer asalto lo habíamos perdido: ese Monito se veía como era: atlético, ágil y lo peor: muy decidido. No quisiéramos recordarlo pero nunca, en decenas de batallas callejeras, vivimos lo que en esos largos veintitantos minutos con Felipe de Jesús Salazar Díaz, “El Monito”. ¡Qué duro! No sabía técnica del tiro callejero, pero que duro daba con las patas y cuanto aguante a cruzados, jabs, ganchos, rodillazos y, eso sí, jamás nos atrevimos siquiera a intentar una patada, porque en ello era un maestro, más con la izquierda. El costado derecho, desde el muslo hasta la última costilla nos quedó morado.
Y qué decir tras que los hermanos mayores, presentes como testigos del duelo, “El Piteco” y Beto Salazar, además como seconds de ambos, sentados en la bamboleante barda del atrio que todos conocíamos como “El Chivo”, dijeron el anhelante “!Ahí muere, ya estuvo!”. Felipe no quería soltar, sabía que era cosa de segundos, que era de condición física, y eso le sobraba, era fuerte natural, bien alimentado y con disciplina. Salimos del Chivo y nos detuvieron dos cervezas frías en la tienda de Don Manuelito, en la esquina de Zarco y Clavijero, que se llamaba “La Fama de Jalisco”. No las bebimos, porque a cada trago salían mezclados con mucha sangre. Nos llevaron con Silvia, la enfermera del barrio, hija de doña Joaqui, mamá del inolvidable “Toto” Galeana y tía de la guapa nena Elizabeth que se casó allá por Alemania con un güero. Siete puntos en el interior de la boca nos llevamos y la orden de ir a la central de enfermeras a curación cada día. Ahí nos hicimos amigos y nunca volvimos siquiera a discutir. Un tipazo, noble y generoso.
“El Mono” y Ney fueron los mejores amigos de un servidor hasta la muerte de ambos; Felipe un prematuro 5 de febrero de 1981 que cumplía 25 años y Jorge Núñez “El Ney”, el 10 de octubre del año antepasado.
Nos encontramos con un programa en recuerdo del licenciado y profesor Efraín Ernesto Pacheco Cedillo el miércoles 8 de junio en el antiguo palacio municipal de Cuernavaca. Bien hecho por los que mantienen vivo a Efraín tras un año de su deceso. No podíamos pasar en blanco. Ayudó a muchos, formó a más, un hombre de letras, dedicado, periodista nato, suspicaz y bromista a la hora del trabajo. Tenemos aquí, en la cabeza, el día que llegamos a su redacción donde era el jefe. Pérez nos presentó. Se sorprendió al ver quien quería ser su reportero. Ya nos imaginamos que pensó pero lo dejamos. Fue elegante, nos pondría a prueba dos semanas y “ahí vemos”. Pensó que nos retirábamos, quedamos por ahí en alguna esquina. Nos dijo que volviera al día siguiente porque no había máquinas –aquellas inolvidables Olympia-. “Es que traigo cuatro notas”, dijimos. Miró extrañado, como diciendo, en día festivo, de dónde iba a traer información, además, sabrá lo que hace. Alzó los hombros.
Se levantó del escritorio Pedro Ocampo Guadarrama, vimos el espacio solo, sacamos las servilletas sustraídas de Los Arcos de don Moy, con garabatos, nos acomodamos, le metimos hojas y copia y nos preparamos. De reojo Efraín miraba. Le entramos al frenesí de esta pasión y tras un buen rato metíamos pluma a la corrección de cada nota. “¿Qué haces?”, comentó. “Las corrijo”, respondimos. Luego se las entregamos. Parados frente a su escritorio de jefe. No perdía detalle. De pronto: “No te vayas, siéntate por ahí”.
Pasaron cinco minutos más o menos, llevaba en la mano las notas que acabábamos de entregar y nos dijo, seco pero sonriente, “sígueme”. Llegamos a una oficina, era del gerente Jorge Reynoso y le dijo, mira te presento a Javier Jaramillo Frikas, es nuestro nuevo reportero, hay que darlo de alta”. Salió y avisó que pasáramos de regreso. Jorge nos pidió datos y ya estábamos dentro.
Llegamos a la redacción y Efraín dijo a los pocos reporteros que estaban ahí. “Se integra desde hoy con nosotros, ahí se los encargo”. Cuando llegamos a la fonda con el padre confidente, emocionados, diciéndole que ya era periodista, tranquilo Jara sólo dijo: “Ojalá así sea, que primero te publiquen y que dures mucho tiempo, porque se ve duro”. Al día siguiente la nota principal del rotativo estaba firmada por un servidor. ¿Ya era periodista?
Le agradecimos a Pacheco, dijo que no era cosa de él, que nos teníamos que esforzar y, más en corto, se le salió: “¿A qué horas se te ocurrió dejar las banquetas y el desmadre para venir aquí?”. La respuesta fue inmediata. “No tuve otra alternativa: o me retiraba del ambiente o… me retiraban…”, en referencia a la huesuda. Soltó la palabra con la que siempre saludó: “Bienvenido, Jara”. Tres meses después nos daba la oportunidad de hacer una columna y poco antes autorizaba a que trabajáramos la corresponsalía de El Universal en Morelos. Siempre exigió que le habláramos de tú, éramos del mismo barrio, de la calle, nuestros padres eran amigos. El que les redacta nunca pudo tratarlo así, siempre, hasta la última ocasión que compartimos una mesa, le dijimos licenciado. A sus hermanos, mayores o menores, siempre les hablamos de tú. Con él era diferente.
Sí, es definitivo: Efraín Ernesto Pacheco Cedillo nos dio la primera oportunidad que no desaprovechamos. Pepe Pérez nos abrió el camino y subió a su camioneta Pacer, así como “El Negro” Arturo Brito Lilington y el querido psicópata Memo Cinta toleraron esos primeros pasos. Por cierto, aquella redacción de Efraín era especial, única, el primer taller de periodismo que tuvo Morelos en su historia. Fuimos privilegiados. Los recuerdos, homenajes, a Pacheco apenas son merecidos. ¿Se acuerdan de “Vibraciones de una ciudad?”. Fue algo más que pionero. Mucho más.