Lo que estamos viendo es el resurgir del priismo que se fue a la oposición hace once años, quedando entonces como tercera fuerza electoral. Con el tiempo comenzó a recuperar posiciones, al grado de que ahora tiene la mayoría de los gobiernos estatales y municipios, así como una fuerte presencia en el Poder Legislativo. Volvieron a antiguas formas de hacer política y construyeron una candidatura fuerte, que la arroparon con sus prácticas tradicionales, como la cargada que acabamos de ver con el registro de la candidatura de Enrique Peña Nieto. En este partido hay dos vertientes: una es la de recuperar la presidencia para ejercer el poder en su forma tradicional; la otra es regresar al poder para ejercerlo con un espíritu más democrático. En los escarceos iniciales parece que es la primera alternativa la que prevalece.
La cultura panista ha cambiado radicalmente. Comenzó como una expresión del liberalismo decimonónico, más un grupo de presión que una organización en busca del poder, más como el vigilante de las normas que como un competidor por el poder. Con la alianza con los empresarios del norte y con el crecimiento de sus simpatizantes, empezaron a competir realmente por el poder. Es así como con la coyuntura que abrió el presidente Zedillo (la sana distancia entre el gobierno y el partido) lograron desplazar al PRI de la presidencia y por once años detentan la presidencia. En este ejercicio empezaron a gobernar al estilo del PRI y perdieron parte de su legitimidad, al mismo tiempo que se tambaleaba la economía internacional y se frenaba el crecimiento del país y aumenta el desempleo. Se dice que la cultura política del panismo inicial desapareció y el pragmatismo se ha adueñado de este partido; de hecho ha aplicado muchas de las prácticas del PRI al que antes criticaba.
Las izquierdas por su lado cayeron en el divisionismo que les costó muy caro en el pasado. La unidad de esta tendencia se logró en 1988 cuando Heberto Castillo se hizo a un lado para que el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas unificara a las izquierdas. Desde entonces se caracterizó por un fuerte nacionalismo, por una inclinación populista y dependiente de un caudillo. Los últimos años vivió una etapa divisionista que lo llevó a perder presencia electoral. La unificación lograda por una encuesta hizo que se unificaran nuevamente alrededor de Andrés Manuel López Obrador.
Estas tres culturas tienen que encontrar eco en la cultura política del electorado, que es diversa. Es claro que las culturas de los partidos se transmiten a parte de la sociedad, pero no en su totalidad. Tenemos que distinguir entre la población de 18 a 30 años que cuando el PRI mantenía el poder, eran niños o adolescentes; para este grupo, la campaña anti-PRI no tiene gran significado; una campaña en este sentido no ganaría votos. A este grupo de edad solamente le es atractivo tener mayores oportunidades de educación y empleo, las ideologías tradicionales las considera más como estereotipos y es una generación muy escéptica de las facciones. Las generaciones mayores de treinta y menores de cuarenta que han conocido dos gobiernos (PRI y PAN), salvo los que ya eran militantes, ahora son la generación pragmática; a ellos les importa el presente y votarán por quienes mejor representen sus intereses. Para ellos, las ideologías son cosa del pasado y consideran que el siguiente gobierno debe ser encabezado no por ideologías sino por programas realizables. Ellos ya conocen el discurso demagógico y votarán por quien mejor represente sus expectativas.
En las próximas elecciones van a confrontarse las distintas generaciones de mexicanos; cada una de estas presencias partidistas tiene distinto significado para cada grupo de edad. A todos les preocupa la seguridad, la educación y el empleo, pero desde distintas ópticas y con una gran desconfianza a la clase política. No es extraño que no respondan al discurso político tradicional. Estas elecciones pueden ser representativas de lo que será el futuro político mexicano.