Como parte de un batallón lento y derrotado, de noche, el convoy de la feria se va. Los camiones y plataformas llevan plegados, bien sujetos los juegos mecánicos, y como casi no hay iluminación en la plaza del pueblo parecen enormes y desconocidas máquinas, ficticio poder que puede ser desencadenado para edificar o para devastar. Se marcha la feria quién sabe a qué polvoso o remoto confín habitado por gente, o como en los pueblos de Rulfo, por fantasmas que añoran.
Lo único que ha quedado es un carrusel apagado, un puesto de pan y uno de tiro al blanco. El primero es un ciclo hípico; corceles de posturas dislocadas, semejantes a rictus, expresiones de una sorpresa agria, como los caballos que la muerte congeló en las inabarcables batallas napoleónicas. Ahora son diversión fuera de servicio, colores lisos y helados que en la siguiente feria harán cargas cerradas con sus desconocidos “jinetesniños”; repetitivas batallas de enanos alucinantes, de mirada pegajosa, y sucia.
El puesto de pan y el estand de tiro operan todavía. Fusionan olores esponjosos, iluminación estrábica y sonidos destartalados de balas erizadas de aire que revientan contra un blanco que sólo da la apariencia de serlo. Los premios del “buen tino” son trofeos de guerras oníricas; recuerdos inútiles que avalan una destreza inservible.
Contemplo los panes tibios: son para mí disimulados seres de otros mundos; mimetizadas sus tenazas y garfios, o enconchados, listos para expandir tarascadas cuando alguien los intente saborear. Mortífera y blanda inmovilidad. Me hacen recordar a los monstruos de ciudades milenarias en los cuentos de Lovecraft.
Dejo a la feria atrás, a sus fierros que seguirán rechinando de tanto hastío, de tanto ir y venir, ser edificados, y reducidos a piezas sin lógica si el operador o técnico se fuga, o deserta. Toda esa infraestructura ambulante nada es si las manos –arañas invidentes, insignificantes- no les confieren su poder.