Tarde vieja. Encuentro en la calle una ambulancia abierta, de la Cruz Morada. Ver una unidad así va a ser siempre una experiencia que causa curiosidad. Los paramédicos no están. Imagino que entraron a comer a alguno de los restoranes cercanos.
Es un vehículo en verdad atractivo que me hace recordar, de mi lejana niñez, aquellas patrullas con muchos focos de colores y botones que tenían sonidos abigarrados.
Caigo en la cuenta que lo que en verdad veo en esa ambulancia es un reflejo de mi memoria.
Está erizada de luces cuadradas rojas y blancas, bandas pintadas y la universal cruz griega, gruesa, equidistante, que según esto quiere decir “equilibrio”. Me paro frente a ella. Las decenas de focos me fascinan. Se me cuaja de recuerdos el silencio; es un juguete enorme. Imagino agarrarlo, darle cuerda, o activar el encendido para que comience a chorrear luces enanas y sonidos largos, enredados, como lamentos porosos que causan una angustia dura.
De nuevo ese quejido que se extiende en la madrugada, encendiendo la llamita negra del miedo.
Respetuosamente me aproximo a la puerta abierta y antes de ver en el interior recuerdo muchas noches, ya en casa y protegido por el plano y mullido calor de las cobijas, escuchar a la distancia el aullido de su sirena. De nuevo ese quejido que se extiende en la madrugada, encendiendo la llamita negra del miedo. Invariablemente, al escuchar de noche la sirena de una ambulancia supongo el dolor y la muerte. Vuelvo a reconocer lo vulnerables e indefensos que somos; de la integridad podemos pasar a un estado, en un momento, de sanguinolenta fragmentación, a ser una parcela de tajos, un espasmo roto y sanguinolento, carne indemne. Un quebrado signo que conjuga el destino. O una especie de bistec. Experimento un leve escalofrío y mejor me retiro. Sólo alcanzo a percibir la camilla. Cuando, en el hogar oímos a la ambulancia, instintivamente mi mujer se santigua y murmura algo. Y ahorita que lo pienso me pregunto qué es lo que en esos momentos dice: ¿desanudará una elástica plegaria?, ¿pedirá que se calle –porque en su rostro se unta la angustia- y que mejor se escuche una melodía de Ray Conniff? ¿O acaso pedirá que el que vaya adentro sólo lleve un chipote o se le haya bajado un poco la presión? Quién sabe. Jamás se lo he preguntado, y creo que no lo haré, prefiero imaginar sandeces.
Me retiro de la ambulancia y sigo mi retorno a casa. Más vale estar lejos de esas cosas, no vaya a ser la de malas, pues luego, dicen, se le quedan pegadas a uno las vibras. Mejor de lejecitos. Mejor seguir pensando en los vetustos juguetes de mi niñez, en simples e inofensivos, luminosos cochecitos que sólo rescataban muñecos de plastilina o luchadores de plástico, que de despintados parecían estar encuerados. Más con apariencia de ir a un baño de vapor que de ser trasladados a un nosocomio.