Hasta hace poco, y no me había percatado, en la mayoría de los restoranes dejaron de poner sal en las mesas. Unos dicen que porque fue un decreto oficial a favor de la salud, otros, que porque la sal significa fortuna para quien la tiene en la mesa, y, según esto, los dueños de los grandes restaurantes quieren las ganancias sólo para ellos sin que los comensales tengan derecho a ella. Otros más, que porque la sal es sinónimo de mala suerte, de “salación”.
Esto es lo que he oído sobre el Cloruro de Sodio, o NaCl. Cada quien puede pensar y argumentar lo que quiera y pueda. Lo único que sé es que cuando vas a comer a un establecimiento y no encuentras la sal sobre la mesa, para mí es algo de muy mal gusto. Total, quien no quiera tragar sal, pues, muy su problema. No porque a un tarado se le haya ocurrido decretar que la sal “es mala”, los que no somos simples, ni simplones, nos tenemos que joder. Eso no es válido.
Nada más pónganse a pensar: a los que nos gusta la cerveza en lata, qué haríamos si al destaparla y exprimir un limón alrededor del orificio para beber, no le agregáramos ya la sal. Sería un ritual obscenamente incompleto. ¿Y a aquellos que dan cualquier cosa por un suculento mole de olla, a ver, no le echen sal? Sería atentar contra los estatutos de la Asociación Mundial de Individuos Regidos por las Papilas Gustativas (AMIRPG, por sus siglas en español). O los neveros, con qué harían su tradicional y gélido producto, deleite de chicos y grandes. Y así podemos llenar suplementos con casos parecidos. Imagínense el mar sin sal. Sería ridículo. Igual que los patrones que ordenan a sus meseros: “escondan los saleros, rápido”.
No encuentro lógica en quitarle sabor a la cotidianidad, al diario despliegue de la vida. Otra más: cuántas veces no nos ha tocado un excelente anfitrión y amigo que cuando nos ha invitado a comer, y después de haber yantado le decimos “oye, Zutanito, mil gracias por la comida, estuvo riquísima”. E invariablemente, y con gesto humilde nos responde: “ni lo digas, gracias a ti por haberme permitido compartir la sal”. Evidentemente no se trata de la mala suerte. Se refiere a algo sagrado. Así de fácil. ¿Entonces, por qué tanto lío con la sal? ¿Y no se acuerdan de aquella bellísima canción de los Panchos que creo que decía algo así:
“Dale pasión y consuelo
dale sabor a mi vida
como un granito de sal”…
Y se vuelve a hacer la referencia a la sal de la mesa, a lo que hace que la vianda sepa, y sepa rica, pues comer alimentos sin sal es como comer aire, estar mascando ilusiones, desabridas imágenes.
Estos días precisamente, por aciagas cuestiones del destino, mi suegra ha estado cocinando en mi casa. Cocinaba riquísimo, pero desde que la presión se le sube condenó a todos, propios y extraños, a tragar sin sal. Alguna vez he comentado en este espacio que me fascinan los frijolitos, los “memines”, bien sazonados, desde luego, con sal. Pero ella se empeña –quiero pensar que de manera inconsciente, o por inercia- en hacerme la vida miserable con sus frijoles más simples que un vaso de unicel, y aparte, duros. Y para qué vuelvo a atormentarme recordando para platicarles de sus huevos revueltos.
Sin sal.