Los puestos del mercado están cubiertos de fruta, cañas, tejocotes, guayabas, colaciones, fuegos artificiales, piñatas multicolores. Cuando las noches son más largas y los días más cortos, emerge acompañando a estas festividades la flor de noche buena, de origen mexicano. Enigmática belleza y diversidad de colores, aviva el corazón de los habitantes del país que la vio nacer. Adorna viviendas y nacimientos de las familias aztecas.
El pintoresco paisaje que caracteriza a un mercado, habla en gran parte de la cultura de un pueblo. Los pasillos atiborrados de gente, en su mayoría mujeres, muchas ávidas de conseguir un poco de alimento con niños sujetos por un rebozo a sus espaldas.
-Pásele por aquí marchantita, ¿qué le ofrezco mi reina?
Escasas monedas les permitirán apenas sosegar el hambre; sin embargo, a pesar de sus carencias, entusiastas esperan las fiestas decembrinas. Contradictorio para un país lleno de riquezas naturales y diversidad de frutas y verduras.
Tetecala es un pequeño poblado ubicado en el estado de Morelos, atravesado por el Amacuzac, un caudaloso río. Su frescura provee el rocío de sus agitadas vidas. En esta comarca habita gente blanca con facciones delicadas. Los franceses durante la revolución mexicana se asentaron aquí, conquistaron, más bien violaron a las mujeres indígenas mezclando su sangre.
Sus rústicas calles están adornadas con heno y faroles de papel; sólo unos días faltan para el inicio de las posadas.
Una pequeña casa de adobe abriga a una modesta familia mexicana integrada por Juan, María y dos pequeños hijos. El padre, cuya principal virtud es amar y proteger a su familia; María dedicada al hogar y a sus hijos.
Al amanecer, la joven madre ocupa su tiempo en amasar maíz azul, minutos después echa varias docenas de tortillas sobre una gran plancha de barro previamente calentado en el carbón. El aroma que se desprende en la vivienda llega hasta las casas aledañas que esperan ansiosas las tortillas de María.
Una canasta de palma espera lista para realizar su misión, a la merced de ella que alegre acomoda su producto e inicia la faena de todos los días: recorrer casa por casa vendiendo tortillas azules, para contribuir con los gastos familiares. Su larga y abundante cabellera de color castaño, similar al de sus ojos, armoniza con lo esbelto de su cuerpo.
A su regreso, los pies llenos de grietas descansan arriba de un banco, un respiro profundo para iniciar las labores de la casa. La morada siempre luce limpia y ordenada.
Cuando cae la noche, María y sus hijos se resguardan en la pequeña vivienda, gozosos escuchan el primer chiflido de Juan cuando viene de regreso a casa. Su cuerpo agotado después de una jornada intensa y mal pagada, recobra vida al recordar a su familia, el murmullo del río invade de inspiración todo su ser, el sentido del oído de sus hijos se estremece. Ansiosos esperan escuchar el segundo silbido para salir corriendo al lado de la madre para esperar a su padre.
Juan al verlos, los toma en sus brazos, los alza moviendo su cuerpo, las sonrisas infantiles tocan el cielo, les da un beso en la mejilla y minutos más tarde estrecha en sus brazos a María susurrándole en el oído lo mucho que la ama, ella sonrojada le contesta: –Yo también, mi Juan. Tomados de la mano corren hasta la pequeña morada.
El hogar está rodeado de riquezas espirituales, en el silencio reposa el inmenso amor, es difícil penetrar en él y no mojarse de nobles sentimientos. Juan es musculoso de piel morena, alto, cabello negro y rizado; el oscuro intenso de sus ojos, cautiva.
El Negro, como cariñosamente lo llaman sus amigos más cercanos, hizo de sus experiencias de vida un aprendizaje de sabiduría. Pasó su niñez en un hogar disfuncional, la madre abnegada y sometida, se resignó a cargar con la cruz que le tocó vivir. Siguiendo las costumbres soportó a un hombre desobligado y mujeriego, el clásico macho mexicano.
Juan se negó a repetir patrones de vida. No ingería ni gota de alcohol y decidió ser feliz con las bendiciones recibidas, su familia era lo más importante y la disfrutaba plenamente. Su cautivadora mirada estaba llena de amor hacia su María, sus hijos fueron cómplices del gran cariño que se manifestaban.
Al anochecer y antes de merendar dan un paseo, recorren el puente llenos de asombro, haciendo planes para la posada que les toca organizar. Los alumbra la luz de la luna y las miles de luciérnagas que encuentran en su camino; por unos minutos algunas son atrapadas por ellos con gran maestría, brillan como estrellas, los ojos negros también.
Los sueños elevan dos cuerpos entrelazados y húmedos, cada caricia exalta su piel. La leña en el fogón anuncia el nuevo día, María como es su costumbre acompaña a su Juan hasta el puente para despedirlo, sin embargo, ese día al abrazarlo se estremece y siente miedo. Él la estrecha tiernamente para tranquilizarla, le acaricia el cabello, le dice al oído:
-Preciosa, ¿qué tienes? Todo esta bien, no vemos a mi regreso. Hoy me pagan mi raya, así que mañana iremos todos juntos a comprar, la piñata, la fruta y las colaciones.
–Sí mi Juan, los niños se podrán felices, cuídate mucho, corazón.
María, impulsivamente vuelve a abrazar con todas sus fuerzas a su Juan, se desprende de sus brazos temerosa. A distancia sus gritos viajan con el viento: “Te amo Juan, te amo, te amo”.
Las dulces palabras quedaron enterradas en lo profundo del río, el murmullo del agua entre las piedras, llena de magia ese lugar y los enamorados que se bañan en el arroyo las escuchan.
María y los niños esperan ansiosos la llegada de Juan, el frío comienza a soplar. El esperado chiflido se escucha, brincan de emoción, atentos a escuchar el segundo para salir corriendo. El escalofriante silencio, cambiaría la historia de sus vidas, María sale corriendo con sus dos hijos de las manos, el miedo la atrapa, ansía escuchar el segundo chiflido.
¡Oh!, horrorizada vislumbra a la distancia a dos hombres alejándose de su Juan, que yace con un cuchillo traspasándole el corazón, el cuerpo de su amado esposo convulsiona, resistiéndose a morir.
Los malhechores no cumplieron su cometido, le robaron el sueldo de una semana, pero no pudieron sustraerle las ganas de vivir. El amor hizo el milagro, Juan sobrevivió, por el inmenso cariño a su familia.
Las posadas iniciaron, los cantos de los santos peregrinos se escuchan, las piñatas se quiebran, el aroma de la gran variedad de fruta que suelta al hervir, cuando se prepara el ponche, penetra en todas las viviendas.
Dale, dale, no pierdas el tino, porque si la pierdes, pierdes el camino. Las posadas, tradición que nunca muere.