Obviamente me sentí fuera de contexto por unos segundos, pero ella me extendió las manos invitándome a tomarlas con las mías; luego me dio un beso en la mejilla y me abrazó por la cintura invitándome a salir a la gran avenida. Los edificios que en ella estaban parecieron venirse sobre mí. ¿Nueva York?, me pregunté. Ella notó mi desconcierto y aclaró: la quinta avenida. Alcé los hombros y seguí sus pasos. Verdaderamente la gran manzana es un lugar cosmopolita: gente de todos colores, estaturas, vestimentas, lenguas y actitudes. Ella conocía el lugar perfectamente, yo la seguía sin emitir palabra.
Entramos en un restaurante de lujo excepcional. Mi vestimenta me preocupó, ella era una maniquí. Un hostess nos recibió y nos acompañó hasta una mesa situada en el centro del lugar; una lámpara inmensa de cristal cortado pendía de un plafón de excelsa manufactura pictórica: un mural impresionante con un dios Baco de enormes proporciones que me sonreía burlonamente desde la techumbre abovedada. El mesero me sorprendió con la carta, la que tomé despertando de mi ensimismamiento.
En ese momento oí decir a mi acompañante: soy Claudia, y preguntó a la vez, y ¿tú? Jorge, Jorge de Santiago. Contestación a la que sumé una pregunta: ¿puedo saber qué hago yo aquí? Eres mi invitado, me contestó, y de inmediato explicó: ¿Tú sabías que cuando somos convocados a colaborar con una revista en su portada, existe por costumbre que la persona que en ella aparece invita a otra para que conozca en vivo el contenido de la edición? No lo sabía, pero, ¿yo qué tengo que hacer como invitado tuyo?, ni siquiera nos conocíamos antes. No, pero tus ojos fueron los culpables, me reveló: cuando me observante hace unos momentos, supe que tú serías quien me acompañaría en la Gran Aventura, como le llamamos en el medio editorial a esta experiencia.
El mesero nos interrumpió mientras nos presentaba al Cheff; éste nos dijo: señores estoy a sus órdenes y les tengo preparado un menú matutino excepcional. Frente a nosotros nos preparó una serie de menjurjes que solo Dios sabe a qué nos sabrían, y luego los soflamó a fuego directo mientras sus auxiliares nos invitaban café y ponían pan sobre la mesa. Claudia vio su reloj dándome a entender que no teníamos mucho tiempo. Le pregunté qué pasaba. Solamente contestó: es tarde ya, tengo que estar a las diez en SoHo. ¿Qué es eso?, le pregunté. SoHo, me dijo, es un viejo barrio de Manhattan que, de ser un lugar olvidado de la mano de Dios, se ha convertido en La Meca del arte y la sofisticación aquí en Nueva York. Necesito llegar a un desfile de modas; engulle rápido, terminó diciendo.
Un Yellow Cab se paró frente a nosotros poco después de salir del establecimiento. Subimos en él y recorrimos como un suspiro la gran distancia que nos separaba de nuestro destino y nos apeamos del taxi frente a un edificio ubicado en Greene Street. Un hombre estaba en la puerta del inmueble y abrió ésta de inmediato dejándonos pasar a Claudia y a mí. Todo está listo, tranquilizó una mujer a mi anfitriona, el señor la espera.
Martin, aclaró mi “benefactora”, Jorge me acompaña como invitado a la Gran Aventura. ¡Bienvenido, joven! Que sea éste un viaje de ensueño, me deseó sonriente. Luego nos tomó por el brazo a Claudia y a mí y nos llevó al gran salón donde gente de la más alta ralea esperaba expectante, el inicio del evento. Mi vestimenta me preocupó nuevamente, pero al verme en un espejo del lugar, mis jeans y mi camisa desaparecieron y, en su lugar, había ropa ad hoc para la ocasión. De inmediato una nube de fotógrafos nos tomó fotografías sobre la célebre alfombra roja. Ya nada me parecía extrañar, la irrealidad y la realidad parecían ser lo mismo en aquellas circunstancias. Mientras esperábamos sentados alrededor de la pasarela el inicio del evento, constaté la presencia de importantes personajes en aquel sitio: mujeres de ensueño como la que estaba a mi lado, entre ellas Paris Hilton, Salma Hayak y Julia Roberts; y hombres del arte, del cine y de la política. Comencé durante aquella calma chicha a analizar aquel viaje de ensueño, ¿cuántos antes que yo vivieron esto?, ¿cuántos más lo vivirán?; sin embargo, por no sé qué razones del destino yo estaba allí. La voz del presentador rompió con mis pensamientos y dio inicio al esperado desfile. Es de admirar la belleza extraña de aquellas modelos que caminan con la mirada perdida, sobre la moqueta del lugar: todas ellas al grado de la desaparición: bolsas de piel y huesos.
Entonces, como sucede en un cambio onírico, me vi junto a mi acompañante sentado en uno de aquellos clásicos camiones rojos, de dos pisos, que recorren las calles de Londres. Miré inquisitivo a Claudia. Ella siguió comiendo algo que llevaba en su mano mientras me comentó: estamos en Londres, en medio de un comercial de unas barras de frutas. ¿Oyes las campanadas…? ¡Son las del Big Ben! ¿Estuviste antes aquí? Ni en sueños, contesté, pero me quedé pensando si lo que vivía no era más que eso, un sueño. En ese momento le pedía a Claudia que me pellizcara, acto al que respondí de inmediato con una interjección salida de mis labios: ¡todo esto es real! Claro que sí, me explicó ella riendo, por eso es la Gran Aventura.
Dentro de mí comencé a pensar que me debería ir acostumbrando a la situación, quizá ello me hiciera gozar en lugar de sufrir. ¿Qué vendría después?, me pregunté. Pero aquella no debería ser la pregunta a hacerse, sino: ¿Cuál sería la próxima locación después de que alguien, allá afuera, en la otra realidad, diera vuelta a la siguiente página?