En plena noche me asomo a la ventana del baño para cerrarla, y ahí me encuentro con ese monumental, pero tan cotidiano y sencillo espectáculo: los árboles cercanos medio borrosos por la niebla que los rodea, inmersos ya en ella, cobijados en ella. Ver esto es genial, es un privilegio.
Todo perfectamente oscuro y una luz que parece extenderse en la penumbra del todavía existente bosque revela la maravilla. Una luz que quién sabe de dónde surge, manifestándose y validando la alta y fría oscuridad rodeada del silencio húmedo. Noche imborrable a punto de recibir la lluvia.
Salgo al jardín y miro hacia arriba. Las nubes lo llenan todo a muy baja altura, y encima de ellas, expansivas y horizontales descargas de luz momentánea –relámpagos diría la mayoría-, iluminan el denso cielo de esta noche.
Pienso que es Dios y le agradezco que me esté permitiendo ver uno más de sus inatrapables y panorámicos rostros.
Siento paz y satisfacción, lo que muy pocas veces, y concluyo que me encanta ver este momento, en el que él se deja ver con mayor confianza o soltura y que aquel que quiera puede aprovechar, así de simple, la función.
De pronto supongo que está, de alguna manera, justo encima de mí, medio iluminando mi silencio, permitiendo que vea su diseño de frío, niebla y luz, para llenarme de toda esta creación que ignoro porque no me doy, más que muy pocas veces, la oportunidad de sentirme integrado a ella, pero siempre soy parte de ella. Aunque no quiera yo notarlo, tengo mi localidad apartada.
Respiro hondo y el aire pasa sin problema alguno por donde tiene que pasar y circular, llenando de momentánea y profunda plenitud, imagino, cada célula y órgano. Calma completa, asombro muy amplio.
Se me ocurre que Dios es mi amigo, por qué no, y en este momento estamos en directo y sincero contacto. Yo admirando y él solazándose con lo que con maestría sabe hacer: derrochar sabiamente vida organizada para generar y obsequiar momentos plenos. Vida manifestada.
Me gusta la idea de tener un cuate indefinible, enorme, extenso, y siento emoción, pensando, como cuando era niño, que de pronto iba a llegar a la casa a comer alguien adulto a quien yo admiraba, o lo consideraba una especie de ídolo. Así me percibo ahora. Teniéndolo aquí arribita moviendo nubes, silencio y flashazos tan suaves que siento la tersa y extendida, efímera luz. Sería genial que Dios me hiciera saber que va a venir en estos días, de descanso, a desayunar a casa. Es reconfortante la idea.
Y no con esto quiero decir que a partir de ahora seré mucho más espiritual o me volveré testigo de Jehová, o cristiano, o mormón. Nada de eso, no es por ahí. Tampoco pienso ir a misa.
Es, como ya lo compartí, algo más espontáneo, determinante y contundente: decidir que Dios es mi amigo, a pesar de mi baja humanidad y mi falible esencia. Saberlo así, como un momento-paisaje, me hace sentir mejor. Más real, a pesar de todo. A pesar de mí.
Y esta sensación y vivencia me hace al instante querer más mi rutinario anonimato, mi elemental existencia en este lugar tan lleno de impunidad y dolor. Pero al sentirlo mi amigo eso deja, de veras, de importar. Se nulifica, no sé por qué.
En un ratito más comenzará la sinfonía descendente de la lluvia, y los truenos. Dios ya retrató a la tormenta. Ahora hay que escuchar y disfrutarla, abrir la ventana, cobijarse bien, apagar las pocas luces, y olerla también. Vale la pena. Es uno de los privilegios de estar vivo, aunque a veces ello no signifique gran cosa.