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Siento luego existo
TXT Agustín López Munguía

Siento luego existo

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El Dr. Agustín López Munguía es investigador titular del Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro de la Academia de Ciencias de Morelos.

Esta publicación fue revisada por el comité editorial de la Academia de Ciencias de Morelos.

Algunos de los grandes avances en medicina comenzaron con personas que simplemente siguieron su curiosidad, sin saber de antemano que un día eso podría ser útil.

David Julius.

El Premio Nobel 2021 en Fisiología y Medicina se concedió conjuntamente a David Julius y Ardem Patapoutian por el descubrimiento de las proteínas que nos permiten percibir la temperatura, la presión y el movimiento (Figura 1).

Figura 1. Imagen de David Julius (izquierda) y Ardem Patapoutian (derecha) galardonados con el Premio Nobel 2021 en Fisiología y Medicina. (Imagen de: @Premio Nobel).

¿Cómo? De Descartes a Julius y Patapoutian.  

Desde que tiene consciencia, el ser humano se ha hecho todo tipo de preguntas surgidas de su capacidad de observación. Sin duda existen las preguntas esenciales surgidas de la búsqueda del sentido de nuestra existencia o de la razón de ser, pero hay preguntas más cercanas a lo cotidiano que nos han acompañado siempre tales como ¿cómo vemos? ¿cómo oímos? ¿cómo olemos? ¿cómo percibimos el sabor de los alimentos? ¿cómo sentimos el calor, el viento, la lluvia, el frío o la presión de un pellizco? preguntas que están relacionadas con nuestra interacción con el mundo alrededor de nosotros; sentir el abrazo del otro, y más aún, percibir su calor. Y si bien existe la tendencia a vivir dando todo esto por sentado, la sensibilidad del ser humano, por un lado, y su espíritu científico, es decir, su curiosidad, no han quitado nunca el dedo del renglón: ¿cómo?   

Ya en el siglo XVII Descartes, con su pienso, luego existo separaba claramente el concepto de razón del concepto de cultura derivado de nuestro mundo social, a partir del cual accedemos al conocimiento de lo real. Así, en su intento por explicar mecánicamente la estructura del ser humano, Descartes proponía que la piel está conectada de tal forma con el cerebro que un pie expuesto al fuego advertiría al cerebro que se estaba quemando, como se recuerda en la presentación de los laureados con una ilustración reproducida en la Figura 2 (https://bit.ly/3nB8UXe). Erlanger y Gasser, Premios Nobel también en 1944, demostraron que esas conexiones constituían nuestro sistema nervioso, y que las señales al cerebro, no eran señales mecánicas, sino eléctricas, transmitidas por células altamente especializadas, tan especializadas como las preguntas que arriba formulamos. Milan Kundera, escritor checo y eterno candidato al Nobel de Literatura, plantea otra cara del concepto de Descartes: “Siento, luego soy”, y aunque Kundera se refiere más a la consciencia y los sentimientos, estos se inician en nuestro “contacto” con el entorno y la forma en la que lo percibimos: sentir, en todo el amplio sentido del verbo, para adaptarnos al mundo. Pero faltaba una pieza en ese rompecabezas ¿Cómo se traduce cada uno de esos estímulos en la señal eléctrica que llega a nuestro cerebro para que la percibamos? ¿Cómo nos percatamos de que alguien nos llama tocándonos por la espalda?  ¿cómo distinguimos que el viento sopla y que empieza a llover? ¿o que la sopa está caliente? ¿que la piel de un durazno es tersa o un aguacate está maduro? ¿que tenemos la vejiga llena y debemos vaciarla a la brevedad? ¿que la mamila del bebé ya se calentó lo suficiente? ¿cómo percibimos el roce de unos labios, el calor de un beso, y hasta cuándo la mordida ha dejado de ser placentera?

Figura 2. Ilustración que muestra como imaginaba el filósofo René Descartes que se transmitía mecánicamente el calor desde una fuente como el fuego aplicado en el pie de un individuo hasta su cerebro, en el libro: El Hombre de René Descartes y Un tratado sobre la formación del feto, del mismo autor (1664) (tomado del comunicado de prensa de la Fundación Nobel)

Las proteínas, moléculas polifacéticas

Dentro de la maravilla que representa la química de nuestro organismo hemos dedicado numerosos artículos de la sección de divulgación de la Academia de Ciencias de Morelos a las proteínas. La funcionalidad de estas moléculas es tal que están ligadas a casi cualquier tema que abordemos relacionado con la estructura y función del ser humano. La estructura de los músculos, la piel, las uñas o el cabello; la digestión y las reacciones bioquímicas del metabolismo; el transporte del oxígeno; las armas -anticuerpos- con las que el sistema inmunológico nos defiende de las agresiones externas (por ejemplo, las del virus del SarsCov-2 provisto de sus letales proteínas). No debe resultarnos extraño entonces que las moléculas descubiertas por Julius y Patapoutian, las que nos permiten sentir que sobre nuestras células se ejerce una presión o que hay algo caliente, sean también proteínas. Por obvias razones, estas proteínas fueron denominadas receptores, y como todas nuestras proteínas, se producen a partir de la información que está almacenada en nuestros genes y constituyen el eslabón que faltaba en nuestro conocimiento en la cadena que une a nuestros sentidos con el medio ambiente. Su función es transformar un estímulo físico o mecánico -en el caso del hallazgo de Julius y Patapoutlian respectivamente- en un impulso eléctrico que viaja por nuestro sistema nervioso (Figura 3)

Figura 3. Los receptores identificados por David Julius y Ardem Patapoutian: el TRPV1 Es el sensor del calor y de la capsaicina del chile. El TRPM8 es el sensor del frio y del mentol de la hoja de menta. Los sensores PIEZO1 y PIEZO2 reaccionan al tacto.

Tanto Julius como Patapoutian trabajaron a partir de los genes de las células del sistema nervioso, buscando entre los cientos de proteínas a las que daban lugar aquellas responsables de transmitir la señal. En sus experimentos Julius enfocado en identificar la proteína que actúa como sensor de la temperatura y Patapoutian la de presión. Para hacer llegar calor a las células, el primero usaba nada menos que capsaicina, de la que hablaremos en la siguiente sección, mientras que el segundo ejercía presión con una micro-pipeta. Escudriñaron así, una por una cada proteína candidato, analizando para ello uno por uno también, los genes de las células sensoras presentes en millones de fragmentos del ADN insertándolos en células que no reaccionan a la capsaicina: entre ellos debería estar la proteína que buscaban. Para esta estrategia utilizaron las herramientas de la biología molecular que hacen de la biotecnología la disciplina del siglo, apoyados también con un ensayo de electrofisiología denominado “patch clamp” que permite estimular y al mismo tiempo medir la respuesta eléctrica de las células, también una por una, cuando esta señal existe. Fue así como David Julius identificó al receptor de la temperatura y del dolor, al que definió como TRPV1 (RPT por Receptores de Potencial Transitorio y V por la estructura Vainilloide de la capsaicina) y Ardem Patapoutian a los dos receptores de la presión a los que denominó PIEZO1 y PIEZO2 (del griego Piesi, para “presión”). Hoy sabemos que PIEZO2 presente en las células nerviosas de la piel, denominadas células Merkel, es el intermediario del tacto y las caricias. Pero es esencial también “literalmente” para saber dónde estamos parados o si nos mueven el piso. Se trata de una propiedad denominada propiocepción, que se define como “la capacidad que tiene nuestro cerebro de saber su posición exacta en todo momento. Pero no solo eso, sino también la presión arterial, hasta dónde pueden inflarse nuestros pulmones y, sorprendentemente, mandarnos una señal de alarma cuando la orina ha llenado nuestra vejiga y del placer al vaciarla. Gracias a la propiocepción podemos también recibir información del cuerpo sin necesidad de mirar y hacer cosas con los ojos cerrados como pararnos, caminar o incluso tocar un instrumento como el piano. 

Más tarde, en una coincidencia que no es nueva en la historia de la ciencia, ambos descubrieron simultáneamente a la proteína que actúa como receptor del frío al que se denominó TRPM8. Para este ensayo se empleó otra maravillosa molécula, el mentol, que todos hemos constatado, genera una reacción de frescura en la boca. Así, ahora podemos decir que cuando el mentol interactúa con nuestros receptores del frío en las papilas gustativas de la lengua, identificados como TRPM8 produce una señal eléctrica similar a la que nos produce un hielo. La publicación en la que cada uno dio a conocer el mismo hallazgo se publicó en la revista Nature, en febrero de 2002, la de David Julius, y en marzo en la revista Cell, la de Ardem Patapoutian (Figura 4).

Figura 4. Publicaciones en las revistas Nature y Cell en las que se da a conocer con un mes de diferencia el receptor del frio TRPM8, por los grupos de David Julius y Ardem Patapoutiam respectivamente, ganadores del Premio Nobel 2021 en Fisiología y Medicina.

¿Quiénes son David Julius y Adam Patapoutian?

La información sobre quienes son Julius y Patapoutian, así como de la forma en que se enteraron de su designación viajó por el mundo casi tan rápido como una señal nerviosa generada por el calor a nuestro cerebro. Ambos investigadores son maravillosos ejemplos de lo que hace la migración por un país de fronteras abiertas y oportunidad para todos como lo era Estados Unidos de América hace apenas unas décadas. Patapoutian se vio obligado a huir de la guerra en Líbano a los 18 años con su familia; en la era de las pseudociencias se empeña en revelar que para sobrevivir escribía horóscopos para que la gente crédula se entere que cualquiera puede inventarnos un futuro leyendo a los astros. Mientras realizaba los estudios que lo formaron como investigador, repartía pizzas y servía bocadillos, hasta que obtuvo el doctorado en el Instituto Tecnológico de California en Pasadena. También en California, pero en la Universidad de California en San Francisco, realizó el postdoctorado para finalmente consolidarse como Profesor también en California, en el Scripps Research Institute de la Jolla en San Diego.

Por otra parte, Julius nació y creció en Brighton Beach, un barrio al sur de Brooklin en Nueva York, refugio de una numerosa población de emigrados judíos rusos como sus abuelos, que huyeron de la Rusia zarista y del antisemitismo. Asistió como oyente a la escuela pública en Nueva York, obteniendo muchos años después el doctorado en la Universidad de California Berkeley. Regresó a Nueva York para realizar el postdoctorado en la Universidad de Columbia, para finalmente ser contratado por la Universidad de California en San Francisco, donde actualmente es Profesor. Conviene recordar que en las universidades norteamericanas, la categoría de Professor la adquieren los investigadores consolidados, y no equivale a la traducción en español de “profesor” con la que se distingue en nuestro país a quienes enseñamos en un salón de clase.

 David Julius y la capsaicina   

Si yo entrevistara a David Julius, me encantaría preguntarle si recuerda cuándo fue la primera vez que se enchiló comiendo chile; si fue comiendo comida mexicana, o bien agregando chiles jalapeños a una hamburguesa. En realidad, la pregunta sería si estaba ligada su decisión de adoptar a la capsaicina como herramienta de trabajo con sus preferencias en materia de cocina internacional.  Curiosamente, los mexicanos describimos la reacción que nos provoca el chile, la capsaicina, como picor; decimos que un chile pica, y de manera más técnica hablamos de su pungencia. Pero coloquialmente en el idioma inglés un chile no pica sino que calienta (chili peppers are hot).  Es decir, en el idioma inglés es normal asociar el calor de una papa con el efecto de un chile, ya que ciertamente ambos se perciben como calor: claro a la papa y a la lengua las enfriamos rápido y de diversas formas, mientras que la capsaicina, “anclada” en el receptor, requiere de otras estrategias para que deje de generar la sensación de calor. En otras palabras, el calor de la papa y el efecto del chile es percibido por el mismo receptor, el TRPV1 descubierto por Julius al exponer las células a la capsaicina. Así que, ahora que está de moda, habría que agradecer al México prehispánico el regalo de esta molécula al mundo. Muy en particular a la diosa Tlatlauhqui cihuatl ichilzintli hermana de Tlaloc y de Chicomecoatl, la diosa del maíz (ver figura 5).  

Figura 5. A. Detalle de la imagen de Chicomecoatl, diosa del maíz y de los mantenimientos, hermana de Tlatlauhqui cihuatl ichilzintli, o respetable señora del chilito rojo, hermana también de Tláloc, dios del agua. Chicomecóatl, deidad de los mantenimientos aparece en la imagen del códice Florentino con mazorcas y una caja de chiles como ofrendas a sus pies. B. Estructura cristalográfica del receptor TRPV1 (PDB ID 3J5P), identificado por David Julius.  

Quien sÍ entrevistó a Julius fue Manuel Ansede para el periódico El País, curiosamente un par de semanas antes de saber que recibiría el Nobel y justo después de recoger el Premio Kavli en Neurociencia 2020. De esta entrevista destaco que Ansede describe a la capsaicina no como una sustancia que pica, ni que calienta, sino que “hace arder” a las células. Quizás esta diversidad en el lenguaje ejemplifica como experimentamos también de forma diversa el efecto de la capsaicina, de la temperatura y del dolor, y la forma de habituarnos a él. Por cierto, los humanos somos los únicos mamíferos que la consumimos, particularmente en México. Aunque quizás peco de chauvinista, ya que una vez disperso por el mundo, el consumo de capsaicina se adaptó rápidamente a las cocinas de casi todo el orbe como la india, la vietnamita o la tailandesa. Hoy los turcos son quienes más chile consumen, y el chile más picante no es el habanero, sino el Carolina reaper desarrollado por agricultores de los EUA.

 ¿Cómo sentimos?

Ya desde el siglo pasado sabíamos que percibir un pellizco o tocar un objeto caliente, activa el sistema nervioso de la piel, pero no es sino hasta finales del siglo XX, con los trabajos de Julius y Patapoutian que nos queda claro cómo se traduce el dolor del pellizco o el calor de la taza en las sensaciones que percibimos. Armados con un ensayo como el brevemente descrito, lograron encontrar las proteínas sensoras que, para su sorpresa, resultaron ser un tipo de proteínas conocidas como “canales iónicos”. Estas proteínas son -como su nombre lo indica- verdaderos canales o compuertas por los que transitan iones de diversa naturaleza química, como los iones calcio, sodio o potasio. La llave que abre la compuerta del canal TRPV1 es el calor, ¡o la capsaicina del chile! El mentol o el hielo en el caso del TRPM8, y el pellizco para los receptores PIEZO1 y PIEZO 2. Una vez “la llave puesta en la cerradura”, se abre la compuerta del canal, y queda más o menos abierta en función de la cantidad de capsaicina en la salsa, o lo caliente de la sopa o de la fuerza del pellizco. Es decir, la proteína sensora modifica su estructura “abriendo un canal”. En el caso del canal TRPV1 al abrirse da paso al interior de las células sensoras del calor a los iones calcio y sodio generándose así una corriente eléctrica, después de lo cual, lo que sigue es dolor. En realidad, cuando nos enchilamos constatamos que no para ahí la cosa, pues el cerebro instruye al cuerpo para que sude y se enfríe, lo que requiere acelerar el metabolisno y el ritmo cardiaco; liberamos endorfinas, salivamos y enrojecemos, ya que los capilares se dilatan y la sangre circula más rápido para sacar el calor del cuerpo. Bueno, incluso muchos hasta lloramos.    

Las repercusiones del trabajo de Julius y Patapoutian son extraordinarias, ya que abrieron la puerta, valga la analogía, a la investigación sobre el dolor y con ello, el eventual desarrollo de fármacos para lidiar con él. Investigaciones en esta misma línea y con herramientas similares, han dado lugar a cientos de trabajos en el mundo con impactos espectaculares. Por citar solo un par de ejemplos en México, en el Instituto de Biotecnología de la UNAM el grupo del Dr. Lourival Possani ha descrito cómo, a través de canales iónicos, ejercen su efecto tóxico las proteínas del veneno de los alacranes, y el grupo del Dr. Alberto Darszon, cómo interaccionan el óvulo y el espermatozoide una vez que se encuentran para dar origen a un nuevo ser: de ese tamaño las repercusiones.

 Esta columna se prepara y edita semana con semana, en conjunto con investigadores morelenses convencidos del valor del conocimiento científico para el desarrollo social y económico de Morelos. Desde la Academia de Ciencias de Morelos externamos nuestra preocupación por el vacío que genera la extinción de la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología dentro del ecosistema de innovación estatal que se debilita sin la participación del Gobierno del Estado.

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