El verano de 1816 fue especialmente desapacible en todo el hemisferio norte debido a la gran cantidad de cenizas y polvo volcánico que había arrojado a la atmósfera la erupción del monte Tambora en abril del año anterior: aquel es conocido como “el año sin verano”. Poco podíamos imaginar que semejante fenómeno fuera a ser el detonante de una de las novelas de terror más conocidas de la historia.
Las cosas a veces no salen como se planean, y el esperado descanso repleto de excursiones junto al lago Lemán (Suiza) que iban a disfrutar el poeta inglés de 24 años Percy Shelley, se vio truncado por un tiempo lluvioso. Iba acompañado de su amante de 19 años, Mary Wollstonecraft Godwin, el segundo hijo de ambos, William, y la hermanastra de ésta, Claire Clairmont, que esperaba un hijo de George Gordon Byron, famoso por su poesía y sus escándalos. Obligados a quedarse en casa por culpa de la continua lluvia, pasaban los días y las noches en la villa que Lord Byron habían alquilado cerca de la suya junto con su amigo y compañero de viaje, el médico John William Polidori.
Entre sus inacabables conversaciones estaban los experimentos de galvanismo y la posible reanimación de la materia muerta, siguiendo el hilo de pensamiento que había dejado escrito en un poema de 1802 el médico Erasmus Darwin, abuelo del famoso biólogo y naturalista.
La lectura de historias alemanas de fantasmas, un sueño especialmente aterrador donde Mary vió a un hombre que daba la vida “al horrible fantasma de un hombre extendido” y el reto de Lord Byron a sus compañeros de charla de escribir un relato corto de terror, hizo que la joven inglesa pergeñara en unas pocas cuartillas la que acabaría convirtiéndose en la más famosa novela de horror gótico, Frankenstein, que publicó en 1818 forma de libro con su nombre de casada, Mary Shelley.
La idea de que la electricidad podía ser la causa de la vida nace en 1786, cuando un italiano de nombre Luigi Galvani se divertía realizando experimentos en su laboratorio. Un día observó que una pata de rana diseccionada se contraía cuando se la colocaba cerca de un generador electrostático. Galvani, intrigado, continuó investigando este fenómeno tan sorprendente. A su nuevo vástago lo bautizó con el nombre de electricidad animal, que más tarde se conocería como galvanismo.
Los trabajos de Galvani sobre el efecto de la electricidad en la pata de esa anónima rana llamaron la atención de otro italiano, Alessandro Volta. Para Volta las contracciones de la rana no eran nada extraordinario, ningún tipo de electricidad distinta a la ya conocida. Simplemente, los nervios y músculos de la rana se comportaban como un aparato extremadamente sensible capaz de detectar corrientes eléctricas muy débiles, mucho más que las medibles con el instrumental de la época.
Como prueba de sus ideas Volta inventó la primera batería eléctrica práctica, que describió en una carta a la prestigiosa Royal Society de Londres en 1800, y con ella se abrió la puerta a la experimentación para resolver el enigma: ¿escondía la electricidad el secreto de la vida? Es más, ¿qué sucedería si se electrocutaba un cadáver?
Fue el nieto de Galvani, Giovanni Aldini, quien se lanzó de lleno al peculiar arte de la reanimación de cadáveres, ofreciendo por toda Europa un espeluznante espectáculo: la electrificación de un muerto. Su fama alcanzó un punto álgido el 18 de enero de 1803 cuando en el Real Colegio de Cirujanos de Londres electrocutó el cadáver de George Forster, de 26 años, que había sido condenado a la horca por asesinar a su mujer y su hijo. La sentencia especificaba que su cuerpo sería entregado a la ciencia para su disección y así no poder resucitar el día del Juicio Final como cualquier otro buen cristiano.
Aldini se hizo con el cadáver y ese mismo día preparó su experimento ante los ojos de un buen número de médicos y público curioso. Empezó colocando electrodos en la cara: con la descarga eléctrica su mandíbula se contrajo y su ojo izquierdo se abrió. Con diferentes electrodos repartidos por el cuerpo Aldani consiguió que el ajusticiado moviera sus brazos, se encorvara, e incluso que pareciera respirar. Pero Aldini guardó lo mejor para el final: colocó un electrodo en la oreja, otro en el ano y abrió el circuito. El cuerpo sin vida de Forster empezó a moverse como si bailara una danza macabra.
Un periodista del London Times escribió: “La mano derecha se levantó y las piernas empezaron a moverse. A ojos del espectador no preparado, parecía como si estuviera volviendo a la vida”. Algunos pensaban que realmente Aldini iba a resucitar al asesino; incluso las actas revelaban que si eso sucedía, el condenado volvería a ser ahorcado. Pero Aldini no compartía esa opinión: para él, la electricidad “ejercía una considerable influencia en el sistema muscular y nervioso” pero de ningún modo afectaba al corazón.
Todo había empezado un mes antes, el 4 de noviembre en Glasgow, cuando conectó al ejecutado a una batería dos veces más potente que la de Aldini. Cuando colocó sendos electrodos en la médula espinal y el nervio ciático cada músculo de su cuerpo empezó a agitarse convulsivamente. Conectando el nervio frénico con el diafragma provocó que “el cuerpo comenzara a realizar los movimientos de la respiración”.
Finalmente unió los electrodos a un nervio de la frente y otro del talón: “cada uno de los músculos de su rostro mostraron simultáneamente una expresión horrorosa, que unía en la cara del asesino rabia, horror, desesperación, angustia y sonrisas espantosas”. Como en las mejores películas de terror, varios de los presentes corrieron presas del miedo fuera de la sala y uno de ellos se desmayó.
Ure pensaba que el uso de la electricidad iba más allá de lo que parecía un macabro juego de marionetas: creía que bajo unas circunstancias muy específicas se podía reanimar un cadáver: “Hay cierta probabilidad de devolver la vida. Este hecho, poco deseable que suceda con un asesino, y que quizá vaya en contra de la ley, sería excusable en solo una ocasión, cuando fuera útil para la ciencia”.
De la misma opinión era el físico e inventor del electroimán William Sturgeon, que en la década de los 1840 intentó devolver a la vida a cuatro jóvenes ahogados aplicándoles una corriente eléctrica. A pesar de su fracaso Sturgeon estaba convencido que de haberse dedicado a este tipo de investigaciones tiempo atrás -entonces superaba la cincuentena y moriría en 1850- hubiera logrado algún éxito. Sea como fuere, lo único cierto es que ninguno consiguió emular la proeza de Victor Frankenstein.