Milan Kundera insistía en que, como descripción biográfica en sus libros, constasen solo dos frases: “Nació en Checoslovaquia. En 1975, se instala en Francia”. El resto no importaba, ni el autor, ni los detalles de vida, ni sus ideas. Lo que contaba era su obra, clásicos de la segunda mitad del siglo XX como La broma o La insoportable levedad del ser y ensayos como El arte de la novela o El occidente secuestrado, editados en castellano por la editorial Tusquets. Él, que fue un ferviente comunista en su país durante el apogeo del estalinismo, rehuía de las ideologías y repudiaba la biografía. La escueta nota biográfica que quería para presentar su vida ya tiene su frase final: “Nació en Checoslovaquia. En 1975, se instala en Francia. En 2023 muere en París”.
Kundera murió el martes, aunque la noticia no se conoció hasta este miércoles. Tenía 94 años. Su salud se había deteriorado en los últimos tiempos y había perdido la memoria. Le sobrevive su esposa, Vera. No tenían hijos, pero sí un nutrido grupo de amigos y admiradores en París, donde vivía desde principios de los años ochenta, en varios apartamentos del distrito VI, cerca del hotel Lutetia, la calle Cherche-Midi y el Jardín de Luxemburgo. Hasta hace unos años, todavía se le podía ver pasear por estas calles, no de incógnito, pero sí con la discreción de quien formaba parte del paisaje de este rincón de la rive gauche, cogollo del barrio literario de la capital. Lejos de ser un eremita, hacía vida social, aunque llevaba casi cuatro décadas sin dar, por principio, entrevistas a la prensa. Se ocultaba a plena vista.
El éxito de Kundera en los años ochenta, con traducciones a decenas de lenguas y adaptaciones cinematográficas, descubrió para una multitud de lectores un mundo narrativo singular, una literatura culta y a la vez legible que combinaba el placer del relato, tras años de arideces experimentalistas, con la novela de ideas. Descubrió también para muchos Europa central en víspera del momento definitivo de toda una generación de europeos: la caída del Muro de Berlín. El autor de Los testamentos traicionados fue, como sus contemporáneos del bum en América Latina, el heredero y reinventor de una gran tradición literaria —en su caso la de la gran novela europea de raíz cervantina— y un descubridor del continente que llevaba cuatro décadas oculto tras el telón de acero y sometido al totalitarismo de Moscú.
Kundera fue un intelectual europeo. Novelista sin patria ni lengua —o con dos patrias y lenguas, pues escribió sus obras principales en su lengua materna, el checo, que abandonó a finales de los años ochenta por el francés—, se reclamaba de Cervantes, Rabelais, Diderot, Kafka y Musil. Nunca obtuvo el Nobel. Las revelaciones sobre una supuesta denuncia, que él negó, a otro escritor durante su juventud en la Praga estalinista, posiblemente complicaron sus opciones. Pero, como Borges o su amigo Philip Roth, no lo necesitó para convertirse, antes de su muerte, en un maestro vivo. Fue, con Mario Vargas Llosa, uno de los pocos autores que, en vida, vio su obra publicada en La Pléiade, la colección de clásicos de Gallimard, un honor que muchos consideran igual o superior al Nobel.
Al final de su vida, se reconcilió con su país natal, donde se le concedió el Premio Nacional de Literatura en 2008 y en 2021 el Premio Kafka. Tres años antes, había recuperado la nacionalidad checa, de la que el régimen comunista le había despojado a finales de los setenta tras instalarse en Francia. Milan y Vera habían donado sus libros y archivos a la biblioteca de Brno, donde nació el escritor.
La crítica literaria Florence Noiville acaba de publicar Milan Kundera. “Écrire, quelle drôle d’idée!” (Milan Kundera. “Escribir, ¡qué idea más curiosa!), un ensayo literario en primera persona en el que refleja el declive físico del novelista, amigo suyo. Cuenta que en diciembre de 2020 lo visita en el piso de la calle Récamier y Kundera le pregunta, en checo: “¿Y tú a qué te dedicas?” Cuando ve que Noiville toma apuntes en su libreta, él la observa y ella le dice: “Milan, escribo”. Milan replica: “¿Escribir? ¡qué idea más curiosa!” Apunta Noiville por la misma época: “El lenguaje, la memoria se retiran cada vez más lejos, como el mar en marea baja”. Durante otra visita, en el verano de 2002, Vera le explica que Milan se dedica ahora a romper libros, incluidos los suyos. “Todos menos uno”, dice Vera, “que escapa cada vez a la destrucción. Es [Albert] Camus. El hombre rebelde. Este libro mantiene el tipo. Resiste”. En septiembre del mismo año, Vera le dice al marido de Noiville, entre lágrimas: “Ya no puedo más. Ya no habla. Ya no reacciona. Ya no está aquí”.
Cuenta Noiville y otras personas que trataron a Kundera estos años que mentalmente había empezado a regresar a su país natal, como si las raíces tirasen de él después de tantos años. “Los recuerdos vuelven, quizá es la nostalgia, un movimiento natural al envejecer”, resumía hace dos años el ensayista Christian Salmon, amigo de los Kundera desde los años ochenta. Ariane Chemin, periodista de Le Monde y autora del ensayo biográfico À la recherche de Milan Kundera (En busca de Milan Kundera), explicó por la misma época que el proyecto de regresar había quedado abortado después de que en 2008 la revista checa Respekt publicase un documento de los archivos que daba a entender que, en 1950, Kundera denunció a un opositor que acabó condenado a 22 años de prisión.
Entre París, su lugar de residencia físico, y Chequia, “[los Kundera] están en ninguna parte”, comentó Chemin. “Es el lado trágico de esta historia”. El autor de La ignorancia es un caso de aquellas personalidades más queridas fuera de su país que dentro. “Aquí la gente conoce su pasado. En el extranjero, pudo reescribir su biografía”, dijo en 2021, desde Praga, Jan Novák, autor de Kundera: Český život a doba (Kundera: su vida y sus tiempos checos), una biografía de 900 páginas publicada en 2020. “Creo que es un gran escritor, pero es un personaje problemático”.
Milan Kundera nació el 1 de abril de 1929 en un país joven, Checoslovaquia, y en una familia culta en Moravia. Su padre era músico, discípulo de Leoš Janáček; su madre, secretaria del Conservatorio de Brno. El joven Milan aprendió música con Pavel Haas, compositor que moriría en Auschwitz y padre de su primera esposa. En su apartamento de París, tenía una foto de Janáček, otra de su padre y otra del novelista vienés Hermann Broch. Como el protagonista de La vida está en otro lugar, Kundera vivió a fondo lo que llamaba la edad lírica: el entusiasmo estalinista, que le perseguiría décadas más tarde, y la poesía y el teatro militante, de la que renegó y rechazó incorporar en sus obras completas en la colección La Pléiade, de Gallimard, su editorial. Siempre quiso mantener un control estricto sobre su obra y sobre su posteridad y por ello, como cuenta su amiga Florence Noiville, destruyó en su última etapa manuscritos inacabados, cartas privadas y diarios. “¿Ves todo esto, de aquí hasta aquí?”, le dice Vera mientras le muestra una estantería. “Todo será confeti”.
Pero volvamos a los años de juventud: la posguerra, la reconstrucción y la utopía socialista. Profesor en la escuela de cine de Praga, Kundera publica odas a los héroes del pueblo, recibe un galardón literario que solo los más leales pueden conseguir, era lo más parecido a un intelectual del régimen, del que se distanciaría paulatinamente. La invasión soviética de 1968 para aplastar la Primavera de Praga acaba con cualquier veleidad reformista. Kundera es expulsado del partido y de la escuela de cine; su segunda esposa, Vera, de la televisión, donde trabajaba como periodista.
La broma, novela publicada en 1967 y ya con una carga en profundidad contra el sistema, y La vida está en otro lugar, de 1973, le habían dado fama a Kundera en Francia, país que acogió a Milan y Vera en 1975. Primero vivieron en Rennes, en cuya universidad el novelista impartió un curso titulado: Kafka, sus intérpretes, la novela y Europa central. En 1980 se trasladaron a París, donde Kundera impartió el famoso seminario de literatura en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. En 1979 había perdido la nacional checoslovaca; en 1981, François Mitterrand le concedió la nacionalidad francesa. Él no quería que se le identificase como disidente y, en este aspecto, como en otros, fue, desde la debacle 1968, el antiVaclav Havel: el escritor comprometido y el escritor que vive por y para el texto; el héroe nacional y el novelista malquerido en su patria. De esos años data su rechazo a la vida pública. “La policía”, decía, “destruye la vida privada en los países comunistas; los periodistas la amenazan en los países capitalistas”. No quería ser uno de esos escritores que de todo opina. No quería ser un intelectual.
Escribió Kundera, en un diálogo imaginario consigo mismo en El arte de la novela:
“—¿Usted es comunista, señor Kundera?
—No, soy novelista.
—¿Usted es disidente?
—No, soy novelista.
—¿Usted es de izquierdas o de derechas?
—Ni lo uno ni lo otro. Soy novelista”.
En declaraciones a EL PAÍS, en 1982, cuando aún estaba lejana la caída del Muro de Berlín, declaró: “No me siento cómodo en el papel del disidente. No me gusta reducir la literatura y el arte a una lectura política. La palabra disidente significa suponerle a uno una literatura de tesis, y si algo detesto es precisamente la literatura de tesis. Lo que me interesa es el valor estético. Para mí, la literatura procomunista o la anticomunista es, en ese sentido, lo mismo. Por eso no me gusta verme como un disidente”.
Y, a su pesar, fue un intelectual, y, además, de aquellos que tienen la rara virtud de ver lejos, porque sus palabras cruzan las décadas, hasta hoy. El breve ensayo Un Occidente secuestrado o la tragedia de Europa central, publicado en 1983 y ahora reeditado, vale por toneladas de declaraciones y columnas. El mensaje resuena tras la invasión rusa de Ucrania en 2022. Kundera reclamaba en este ensayo que los países de Centroeuropa no eran Oriente, ni un mundo exótico, sino el núcleo cultural de Europa, el “Occidente secuestrado” del título. Arrancaba el texto contando el llamamiento al mundo del director de la agencia de prensa húngara, en septiembre de 1956, cuando los tanques soviéticos aplastaban Budapest: “Morimos por Hungría y por Europa”. Y se preguntaba Kundera: “¿Acaso [el disidente soviético] Alexandr Solzhenitsin, cuando denuncia la opresión comunista, se reclama de Europa como un valor fundamental por el que vale la pena morir? No, ‘morir por su patria y por Europa’ es una frase que no podría ser pensada ni en Moscú ni en Leningrado, pero sí en Budapest o en Varsovia”. O habría podido añadir, en Kiev.