A partir de esos días nos sorprendíamos porque los cables internacionales de las agencias de información, daban cuenta de imágenes donde aparecía el también llamado “Caudillo del Sur”. Esa presunción de que Emiliano es morelense como muchos, nos remitía a su historia de acuerdo a lo aprendido en la escuela o la lectura de algún libro o artículo.
El que escribe creía conocer más de lo esencial de Zapata, partiendo de los relatos del bisabuelo Agustín Lozano Neri, que fue mayor de su Ejército, cercano, nativo de Jojutla, apodado “El Hurón” y de la abuela materna Carmen Lozano Estudillo (que vio la primera luz en Tlaquiltenango), que junto a su madre Beatriz Estudillo Ingelmo (ella nació en Amacuzac) y sus pequeñas hermanas Milburga y Leobarda (por cierto abuela de nuestro pariente Domitilo Evangelista Díaz) eran parte del equipo de cocina de los revolucionarios hasta 1919 que cayó asesinado el general de Anenecuilco.
La abuelita Carmela admiraba a don Emiliano. Decía que un día antes de sus 15 años, el 2 de enero del año 1918, fueron atacados por tropas federales en lo que es Alpuyeca. Que normalmente cuando eso sucedía, mandaban un pelotón con niños y mujeres con las provisiones y los sacaban de la zona de riesgo. “Paramos en Chiverías, delante de Xoxocotla. Llegaron los nuestros corriendo y ahí se da otra escaramuza. Nos echan a correr por delante hasta el Higuerón en Jojutla y ahí decide el mando que subamos a la Sierra de Huautla, donde los zapatistas teníamos mayor control, por su posición geográfica. Hasta allá llegaron ya entrada la noche. Les preparamos su cena, con café caliente y algunos se tomaron sus tragos. Ahí había seguridad. Eran tierras nuestras, zapatistas pues”, relata la querida doña Carmen, tía materna por cierto del magistrado Orlando Aguilar Lozano, del Tribunal de lo Contencioso Administrativo.
Los XV años de Carmelita no podía pasar inadvertido para el general Zapata, que ordenó le hicieran su fiesta, con música de los propios soldados. “Y tuve el gusto de bailar un vals con el general Zapata, no era alto, pero su mirada entre melancólica y bravía se metían hasta adentro cuando te miraba, dándote bonitos escalofríos”, decía y le preguntamos cuando las sabrosas pláticas si le gustaba el general. “Tenía hartas viejas, pero era muy atractivo; en mi caso no había chance, mi papá era cercano y en esos trances entre la vida y la muerte, se respetaba mucho. Me miraba bien, nos cuidaba y la tropa siempre hizo lo mismo”, relataba la abuelita.
Decía, asimismo, que le encontraba defectos que ponían en peligro a todos. “Por ejemplo, indicaba, nos iban correteando los pinches pelones y pasábamos frente a cualquier iglesia y se persignaba, creando confusión entre el grupo. Tenía otro problema que generó actos arbitrarios: era muy crédulo. Si llegaba una señora llorando y le decía que fulano de tal la había intentado violar, ordenaba su fusilamiento, no investigaba, no dejaba a nadie hacer una defensa. Y en ocasiones eran sólo intrigas, porque también muchas de las viejas eran re’ locas, no respetaban al marido ni la disciplina de la guerra”.
“A mi papá lo iba a nombrar coronel cuando lo agarró la traición de Guajardo, y por eso digo de los defectos, era muy crédulo, porque todo lo que le decía el méndigo de Guajardo, lo creía. Había quienes le aconsejaban que fuera cuidadoso, pero se negaba. Todos lloramos su muerte, nos dejó huérfanos. Luego la exhibida de su cuerpo en Cuautla en plena plaza, mientras todos corríamos como locos para donde fuera. Así paramos en Jiutepec la familia, por la hacienda de San Gaspar. Nos dejó frágiles, con los mulas federales buscando metro a metro”. Doña Carmen lloraba y se metía la mano derecha sobre su bolsa de su vestido que ella misma se hacía, que eran largas, largas (señalaba que “para que los rateros no te quiten el monedero, no les llegan las manos, sólo una sabe cómo acercar lo que hay adentro”) y sacaba su revolver 38 especial, que siempre la acompañaba hasta pasados los 70 años y con la que echó a correr a ladrones de marranos de su huerta en lo que es hoy el centro de Jiutepec.
Estuvo con toda su familia, seis, siete años en la Revolución. Nunca reclamó pensiones o apoyos por ser una niña en la refriega y seguramente veterana con beneficios. “Eso es para muchos cabrones que ni siquiera sintieron el airecito de las balas, porque en mi caso ¡vaya que conocí cobardes en las refriegas, que venían a esconderse en las enaguas de sus viejas!”, relataba doña Carmen Lozano, orgullosa madre de Angela Frikas y abuela de los Jaramillo Frikas.
En 1994 que Zapata se hizo mundialmente famoso, tenía ocho años que doña Carmen se había ido, luego de una caída que le provocó fractura en la cadera y que en la clínica del IMSS en Plan de Ayala porque les gritaba, dándole órdenes: “¡Doctores, enfermeras, a ver quién jijos de la chin… viene y me inyecta algo para que me muera rápido, ¡Órale cabrones!” Sus hijas y nietos solamente escuchábamos, ya no quería dolor, no le asustaba la muerte, pero quería dejar de dar lata a los demás.
Forjada en la Revolución del Sur, siempre presumida de su oriundez “y que antes de mí, cuando menos seis generaciones nacieron en estas tierras sin que Morelos existiera como estado”, este aniversario luctuoso de don Emiliano lo aprovechamos para lanzar dos consignas: ¡Viva Zapata! ¡Viva Carmen Lozano, la hija del Hurón de Jojutla!
(A Carmen le decían desde niñita “La Chicuasa”, porque tenía seis dedos en cada extremidad y Chicuasen en náhuatl es el número seis).
“La gente es tan pendeja, que traen a sus niños para que me froten los dedos chiquitos de la mano. Dicen que les da buena suerte. Es la ignorancia, hijo, es la ignorancia”. Ella aprendió a leer con pedazos de periódico que encontraba en los sanitarios improvisados –donde se hacía de aguilita— tirados por los letrados, a propósito.