La comida favorita de Alan Rangel son las tortas ahogadas, un platillo típico del lugar donde nació: Guadalajara. No es una cosa menor, es un bocadillo de carne de cerdo bañado en salsa roja, que una vez elaborado se pasa por la freidora. Solo apto para los que no le tienen miedo al colesterol. Este joven de 25 años con un estómago de hierro se convirtió la noche del domingo en el primer MasterChef mexicano y lo hizo conquistando a los chefs a punta de intuición.
Alan lleva la cocina con él desde pequeño. Recuerda que desde los seis o nueve años se preparaba de comer tortas (bocadillos) de jamón de los que luego sus primos y primas robaban un mordisco y le pedían que les hiciera uno porque le quedaban muy ricos. Sus familiares fueron sus primeros comensales. “Preparaba frijolitos con manteca, cosas sencillas”
Este MasterChef mexicano, que jamás imaginó que algo así le pudiera pasar, empezó a trabajar desde los 13 años para ayudar a su madre a solventar los gastos de la casa. Tuvo muchos oficios hasta que cayó en un restaurante, el iLatina de Guadalajara, a donde entró como lavaplatos. “Lavaba rápido para poder ir a la cocina. Empecé a conocer ingredientes y comidas internacionales”.
En el programa, los jueces reconocieron que además de la intuición y el don natural que Alan tiene con la comida, su capacidad de observación fue lo que le llevó tan lejos. Si preguntando se llega a Roma, también se crean platillos audaces. Alan recuerda que desde pequeño lo hace, como una ocasión en que se aventuró a preparar agua de limón sin preguntar a nadie y exprimió limones hasta llenar un vaso, le puso un poco de azúcar y lo bebió “me supo horrible”; después preguntó a su tía que le dio el ingrediente clave: agua.
La historia se repitió con el platillo que le aseguró el lugar en la competencia: venado con puré de camote (boniato) y manzanas. Alan dice que antes de presentarlo buscó un poco en Internet y cuando se decidió por la carne de venado, en el mercado fue preguntando a los vendedores tiempos de cocción, posibles guarniciones, hasta que se vio frente a los tres jueces del programa y no solo logró que la carne estuviera en su punto , sino que dio en el clavo con la guarnición de manzanas, consejo de una señora que le vendió verduras.
Cuando se le cuestiona sobre el proceso creativo de sus platillos, Alan no puede explicarlo. “A veces me salen combinaciones feas, pero es un poco más raro que eso. No sé cómo decirlo. En la cocina no es necesario seguir la receta. Debemos romper el temor de combinar las cosas”, asegura.
Ahora que está en el DF, lo que más disfruta son los tacos y las quesadillas. “Es una parte que el mundo no conoce tan bien”. El primer MasterChef mexicano está seguro de que el país posee una gastronomía a la que aún no se le reconoce el lugar que debería. “Es un lugar muy alto el que nos está esperando y no se anima nadie. Si Dios me lo permite, quisiera poner la comida mexicana en el lugar que se merece”.
Una de las rivales más fuertes que Alan tuvo en el show fue la hermana Flor, una monja de Puebla que esperaba ganar para aliviar las finanzas de su congregación. “La admiro bastante, nunca la escuché quejarse por nada”. El tapatío confiesa que con la hermana platicaba de la vida en el convento y, por supuesto, de las salsas que la hicieron tan famosa en los fogones de MasterChef. “Me platica de una que ha de estar muy buena, la quiero hacer”.
Alan no quiere pensar mucho en el futuro, aunque sabe lo que quiere hacer: afinar los detalles para terminar su libro de recetas (parte del premio) y tomar algunos cursos de cocina. “Pienso en los platos, en que deben de salir bien. No pienso en mí, pienso en eso. Estoy asustado, nervioso. Quiero hacer las cosas bien”. | elPaís