Que si había una pila de trastes sin lavar, que si mi hermana o yo traíamos la ropa del día anterior o que si el baño no olía a pino, como él decía debía oler.
Ana, como es su nombre, jamás respondió a estos cuestionamientos, lo único que hacía era detener lo que estuviera haciendo para cambiar aquello que no le gustaba a él.
Muchas tardes la vi agotada durmiendo en el sillón, y nunca faltaba el típico comentario de: ‘¿Ya te cansaste de no hacer nada?’
Cómo quisiera regresar los años para dejarla descansar tanto como quisiera. Ni ruido hubiera hecho para llamar su atención.
Ahora me pregunto, ¿por qué mi papá sí podía acostarse al regresar de trabajar y mi mamá no?
Ella, aun cuando jamás trabajó fuera de casa, hizo hasta lo imposible por mantenernos con buena salud, tanto así que no recuerdo alguna vez que me haya enfermado de gravedad.
En la escuela siempre estuvo al pendiente, incluso me llegó a incomodar que no me dejara ‘en paz’ como veía que lo hacían las mamás de mis compañeras.
Supongo que le nacía estar cerca de mí, de mis hermanos, pero eso no se ve hasta que deja de estar presente.
Conforme ellos y yo crecimos, cada quien formó su propio hogar y fue ahí cuando comenzamos a notar todo el trabajo que costaba mantener la casa medianamente limpia.
Y mantenerse medianamente cuerdo.
Ahora que ya no está mi madre, entiendo que ser ama de casa y tener hijos no es sinónimo de renunciar a tu individualidad.
Tuvieron que pasar muchos años, para entender que ella siempre fue mucho más que la ‘esposa’ de alguien, fue más que una mamá’.
Fue ella misma, fue hija, hermana, amiga y profesionista y aún así decidió acompañarnos durante toda la vida.
Ojalá pudiera, al menos, darle las gracias.