Y dependiendo de lectura que se elija, motivará al próximo gobierno a tomar una u otra ruta. En una perspectiva, el resultado de la elección puede verse como "suficiente", tanto en sus términos legales como en la legitimidad que le proporciona al próximo gobierno, con la autoridad que se deriva de la Constitución y el número mayor de votos que cualquiera de las otras opciones. Por lo tanto, en esta perspectiva, el gobierno cuenta con la capacidad y el mandato para iniciar los cambios estructurales que el país demanda.
En otra lectura, muy distinta a la anterior, es que el voto, que si bien fue legal y provee plena legitimidad al próximo gobierno, lo obliga a buscar y a establecer alianzas para ampliar la base de gobernabilidad necesaria. Sería una respuesta natural a la pluralidad de los votos y a la integración del Congreso en donde ningún partido político tiene mayoría por sí mismo. Este escenario trae aparejado la tentación (¿el riesgo?) de que el próximo gobierno considere entonces que la primera reforma tendría que ser de carácter política o electoral, cayendo en el mismo círculo vicioso que ha ocurrido con gobiernos anteriores.
Desde esa perspectiva, esperaríamos que la ruta que se siga sea la primera: que el gobierno reconozca que tiene un mandato y una base de gobernabilidad suficiente para iniciar el proceso de cambio estructural en algunas áreas (distintas a las políticas) que sí inciden directamente en los procesos económicos o productivos del país.
¿A qué áreas de la Nación nos referimos? Lo conveniente es que el nuevo liderazgo del país pusiera su atención en un primer paquete de reformas que tiene que ver con el funcionamiento de la economía y las finanzas públicas (véase, "La primera reforma", El Universal).
En este paquete debe tener como eje fundamental, la reforma al sistema fiscal. Es necesario dotar a PEMEX de una mayor grado de autonomía en el manejo de sus recursos --para poder invertir en el desarrollo y mantenimiento de la empresa--, y al mismo tiempo darle una base gravable "suficiente" al gobierno federal y a los gobiernos estatales para poder financiar los programas sociales de atención a los más pobres; la reestructuración de los fondos de pensión; la universalización de la seguridad social, a través del seguro popular o algún instrumento equivalente; el acceso a un porcentaje mucho mayor de la población a los servicios de salud y, por supuesto, el mejoramiento de la calidad educativa. En este mismo paquete financiero debe de evaluarse con objetividad una reforma actualizada para la regulación de los mercados laborales.
Un segundo (¿siguiente?) paquete de reformas tendría que abordar --de manera directa e integral-- al sector educativo por sí mismo. La importancia y complejidad de esta reforma requiere de un plan "con visión y participación de Estado".
La reforma pospuesta, una y otra vez, al modelo educativo tiene ya implicaciones en la competitividad y, por ende, en el desarrollo del país. Y se puede medir. Por ello, llevarla a cabo significa un esfuerzo particular, diferenciado del resto de las políticas que emprenda el próximo gobierno. Exige del liderazgo del Ejecutivo, lo que incluye una atención especial (sin que ello implique que se descuiden las reformas económicas imprescindibles). Pero no sólo su liderazgo, sino la coordinación en una política de Estado "con todos los demás actores políticos" con intereses en la educación.
Pero tratándose de la reforma educativa o de las otras que se requieren para modernizar las bases del Estado y la economía de México, la lectura política que haga el próximo Presidente y su equipo del significado y alcance de los resultados electorales del 1 de julio, será determinante para lograr los cambios. Si asumen una posición titubeante, dudosa o errática con respecto a la contundencia del triunfo, la política del día a día volverá a socavar las posibilidades de las reformas estructurales. Con voluntad, por otro lado, los cambios son realizables.