¿Quién disparó? ¿Por qué nadie lo vio?
La cosa es que como suele suceder, los científicos de la PGJDF se equivocaron. Salió a enmendarles la plana algún jefe luego que investigaron más a fondo. La conclusión oficial: una bala perdida, generada seguramente por alguno de tantos sujetos que celebran las fiestas patronales con ráfagas al aire. Igual a los ignorantes que para celebrar la navidad, justo a la medianoche sacan sus armas y lanzan disparos. Pero la versión de la procuraduría capitalina no está lejos de la realidad. Tenemos presentes dos casos, en Morelos, de eventos con similitudes al del Cinépolis de Ixtapalapa.
El primero hará 10 o 12 años que un comerciante del ALM cenaba con su familia en la zona norte de Cuernavaca, en su casa. Todos reunidos en espera del año nuevo. De pronto una de sus hijas pequeñas cayó como fulminada de su silla y sangraba por la cabeza. De inmediato la auxiliaron en medio de la confusión. Rápido a un hospital y los médicos a hacer lo que saben. El diagnóstico: una bala que entró por un costado del cráneo y tuvo salida. La niña estaba en estado grave. Un viacrucis de la familia completa. Por fortuna la familia sigue completa, pero el evento les transformó la vida. ¿Quién y por qué? No había otra más que una bala perdida. La zona donde viven no se distingue por la incidencia de festejadores del nuevo año con bala. ¿Desde dónde vendría?
Otro de estos extraños y dramáticos casos se dio en una escuela primaria del municipio de Emiliano Zapata, en una colonia populosa. Un estudiante de tercero o cuarto grado cayó por disparo en el recreo, rodeado de cuando menos 10 de sus compañeros. La emergencia y maestras con algunos empleados, con la vista primero, miraron a sus alrededores. Nada anormal. Las emergencias y el niño al hospital. Iba en estado delicado. No recordamos el desenlace. Era una colonia cercana a la Tres de Mayo, colindante con la central de abastos. Por esos rumbos. No había móviles, tratándose de un menor de 7 o 9 años de edad. La madre del menor exigió justicia y no había respuestas por ningún lado.
Uno de esos extraños policías que sí hacen su trabajo de investigación que era parte del grupo encargado, comenzó su tarea de manera profesional. Revisó la escuela y sus alrededores. Sobre ésta estaba un cerro habitado, parecía otra colonia popular. Lo demás estaba plano. Allá se dirigió y comenzó sus pesquisas, con los vecinos, con la señora de la tienda, el de la tortillería, y por ahí alguno le dijo con reservas de unos vecinos que se juntaban en una casa cercana que “seguido echan bala”.
Volvió a la escuela y platicó con los compañeritos del afectado ante sus padres. Le dijeron donde se encontraba cada uno de ellos. Revisó los dictámenes periciales y existía similitud entre la entrada del proyectil con la colonia del cerro y podría ser en la casa indicada. Revisó con especialistas la bala extraída, junto elementos, conoció que cuando menos dos de los que se reunían en ese lugar tenían antecedentes violentos y habían purgado sentencias y el MP pidió al juez una orden de cateo. Con ella fueron hasta el sitio, los inquilinos alegaban inocencia –que de alguna manera ni siquiera lo imaginaban— y encontraron dos armas, las que confrontaron con las pruebas científicas. Una de ellas era plena y convincente: con esa dispararon al niño.
Los detenidos no sabían de qué los acusaban, aunque activos delincuentes no daban un motivo que tuviera que ver con un asalto con sangre o un enfrentamiento. Lo que hacían, ingiriendo bebidas era “echar bala” o como dicen uno que otro ignorante: “darle gusto al dedo”. El día que sucedió el fatal incidente, estos señores estaban borrachos celebrando el éxito de alguna fechoría, Su vivienda contaba con un patio trasero que miraba hacia el pequeño valle donde se encuentra la escuela primaria. Era el mediodía y comenzaron a disparar en todas direcciones. Uno de sus disparos dio blanco en el niño.
Seguro el autor está en Atlacholoaya.
En el programa “Tercer Grado” del pasado miércoles. El hijo del estimado amigo Rafael Loret de Mola, Carlos, marcaba que era improbable que una bala cayera del cielo, que él como corresponsal en tres guerras (cuando cada mexicano lo vive a diario con las ocasiones de la delincuencia organizada que ha matado más gente que las tres guerras mencionadas por el periodista) y que notó a centenares de milicianos o soldados celebrando alguna victoria echando balazos de grueso calibre al aire. “Nunca vi caer a ninguno”. Quizá ahí, pero en las inmediaciones quién sabe.
Un viejo consejo de los abuelos y los padres advertía que en año nuevo y hasta navidad, así como la fiesta del pueblo, a hora determinada hay que guardarse bajo la casa, “por las balas perdidas”. Incluso hay por ahí una popular canción de Tony Aguilar. Lo que sí, es que con la capacidad de asombro perdida, qué sigue…