Aunque cueste trabajo aceptarlo, la celebración para recordar a quienes se fueron antes al viaje sin retorno, inicia en los mercados, donde el olor del pan de muerto se encuentra en medio de infinidad de puestos, donde las máscaras de los personajes de cine buscan opacar la tradición, cosa no tan difícil, al menos con los más menores. Así de simple: el encuentro de las dos culturas.
La elaboración de la ofrenda es un momento familiar en el que afloran los recuerdos por el pariente, ya sean padres, pareja, hijos o ancestros que han dejado ya la tierra, relata la señora Rocío Tlapala Rivas, vecina de Tetelcingo, mientras hace arreglos para el retablo de la ofrenda.
La flor de cempasúchil –cuya escritura y pronunciación tiene pequeñas variaciones, dependiendo de la región– llama la atención en los hogares. Angostos caminos de los pétalos de esta flor son la “guía” para que el ser querido –o su espíritu– encuentre el camino que lo lleve al sitio donde se ubica la ofrenda, explica.
La tradición es tan rica, señala, que ha dado adaptaciones de los altares, lo mismo para los niños muertos sin bautizar, los bautizados, matados, los adultos e incluso, confía, hay comunidades donde se recordaba a las mujeres que murieron durante el parto.
De raza indígena, doña Rocío recuerda que las variantes entre una y otra entidad son evidentes, pero en general, lo que se busca es el destacar un recuerdo por los familiares que ya han fallecido, señala. Todo ello representa una gran riqueza que debería enorgullecernos, señala.
Y vaya que no está tan equivocada, pues en 2003, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) proclamó “La Festividad Indígena de Día de Muertos” como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Para ello se conformó un jurado con 17 reconocidos especialistas a nivel mundial y del cual, el escritor Carlos Fuentes fue el único mexicano que se integró.
En Morelos, las regiones con profundas raíces indígenas como Xoxocotla, Tepoztlán, Tetelcingo, Hueyapan, Temoac, Ocotepec y algunas otras zonas, es donde se ha arraigado con mayor fuerza esta tradición.
La figura de los “parranderos”, personajes disfrazados con prendas de vestir muy discretas, hoy han sido sustituidos, en el mejor de los casos, por máscaras del hombre lobo, diablitos, brujas, lloronas, la muerte, drácula y otros personajes de cine-ficción que incluso son impulsados desde el jardín de niños por parte de las educadoras.
El significado de los componentes para la celebración varía de una región a otra, pero en general, el altar es la parte más importante. Tras el arreglo de una mesa, se lleva a cabo la colocación de los alimentos como son el agua –esta es indispensable–, pan, arroz con leche, dulce de calabaza, sal, mole, conservas, tamales y por supuesto, aquello que en particular haya sido el platillo y bebida favoritos de aquel ser querido a quien se recuerda.
Otros ingredientes que se suman a la ofrenda son el cirio, incienso, juguetes, veladoras, todo ello acompañado de las tradicionales flores de cempasúchil y terciopelo, que dan un toque de elegancia al altar.
Pero no todo es sólo porque sí, señala, por su parte, Jacinto Rivera Borbotillo, adulto mayor de la comunidad de Amilcingo, quien detalla que, por ejemplo, el retablo, con figuras e imágenes de santos y una cruz, tienen el valor representativo de la resurrección y la vida, mientras que el agua sirve para calmar la sed de las ánimas, pero lleva implícito el principio de la vida y la purificación.
El incienso, dice, es el medio para acercarnos al Creador; la sal significa que algún día nos convertiremos ella, mientras que lo fugaz, que es esta vida, se representa a través de las flores. Los cirios son la guía para las almas al viaje que emprenden al mas allá.
Todo ello se ve coronado con la quema de copal, con ello se da la bienvenida a las almas que nos visitan y en algunos casos aún se estila que ello esté acompañado de música, comenta don Jacinto.