SALTILLO.- Batalla para abrir una puerta. Busca introducir una llave en el cerrojo, darle vuelta y empujar. Pero Servando batalla. Tarda más de unos segundos. Se le complica, pero no se desespera. Cuando lo logra, gira la llave y empuja para abrir con su cuerpo flaco y alargado.
“Esta puerta me da lata, me cuesta la llave”, dice en lo que camina.
Para Servando Robledo Ríos ya no es extraño. Va a cumplir 35 años con antebrazos de resina reforzados con fibra de carbono, construidos por algún protesista, y sus manos son dos ganchos de acero con los que así como abre puertas, tiene que rasurarse, bajar el cierre de su pantalón, firmar papeles, vestirse, rascarse cuando le da comezón y hacer lo que más le gusta: plantar y cuidar árboles en su propio vivero.
Vivero personal. Hace años vio que un limón creció y lo cuidó. Y empezó a poner más variedad. “Es por puro gusto, no hallo qué hacer”, dice sobre su afición.
Abre una segunda puerta con más facilidad. Mete el gancho en una llave y simplemente jala. Para Servando ya no es extraño. Es un hombre desgarbado de 78 años que camina con el andar de un cuarentón. Usar chanclas. Bien rasurado, bigote. En esta mañana fría, de la chaqueta blanca que le queda grande sobresalen los ganchos de acero con los que apunta: “esas son papayas”.
El vivero es un patio trasero donde Servando, desde hace años, empezó a plantar árboles como terapia. Planta también limones, moringa, granada y se queja porque una helada echó a perder sus arbolitos de durazno. Pero en esta mañana recordó que hace unos días se quejó porque estaba batallando para agarrarse el cierre de su pantalón.
Servando tiene dos amputaciones por debajo del codo y lleva un arnés a la espalda, equipo con el que jala los cables para abrir y cerrar los ganchos que se han convertido en sus dedos. “Andaba batallando con el cierre”, refiere. ¿Qué hizo? Se las ingenió para safar un poco el gancho, cortó milímetros el cable de control y lo adecuó para jalar el cierre. Al cortar el cable necesitó menos fuerza para abrir el gancho, su mano. El gancho es de apertura voluntaria, se cierra automáticamente al dejar de proporcionar fuerza con el arnés. “Ahora trabaja mejor”, agrega con el tono de un mecánico experto.
Terapia. Desde hace años, Servando empezó a plantar árboles como terapia. Planta también limones, moringa, granada y se queja de que una helada echó a perder sus arbolitos de durazno.
¿No se desesperó?, le pregunto.
“No, tengo que pensar, tranquilo, tranquilo porque está cañón y la vida es bonita”.
Para el hombre que perdió del antebrazo a las manos hace más de 30 años en un accidente, la vida, esa que muchos no entendemos sin los brazos y manos, la vida es bonita.
El accidente
Era 1983. Eran los campos de Bella Vista, en San Pedro, Coahuila. Servando, 44 años entonces, trabajaba para un particular. Construía bordos y estanques de noria para que estuvieran listos con agua para regar los campos.
Estaba haciendo 600 metros de bordo en postes de luz. Ese día había llovido y encima del bordo el trascabo se ladeaba. Servando recuerda que tenía la orden de hacer camino para los camiones, pero se topó con un poste de luz. “Había cables viejos y le pegué al poste de seis metros, se tuerza el cable de la noria y se paró. Hizo corto”, recuerda.
Trabajo. Hasta 1983, Servando trabajaba en los campos de Bella Vista, en San Pedro, Coahuila, construyendo bordos y estanques de noria para que estuvieran listos con agua para regar.
Una cosa es que mi familia ‘haiga’ andado rodando y otra cosa es que yo estoy al frente. Les doy consejos, les hago mandados”
SERVANDO ROBLEDO RÍOS
Servando relata que había mucha maleza y que cuando quiso ir a avisar, su dedo índice rozó el cable y una descarga lo azotó como tromba. “Me quemó cinco centímetros hasta el fondo”, asegura. Un boquete le quedó en uno de sus brazos.
De los 2.70 metros del bordo, más dos metros del trascabo, Servando cayó de cerca de cinco metros de altura. Cuando iba en el viento –rememora–, caía como de cuclillas y por su mente cruzó una plegaria: “Dios mío, ayúdame. Te encargo a mis hijos”. Servando cuenta esa plegaria como si acabara de ocurrir. Un compañero trató de tomarlo, pero en lugar de eso le terminó arrancando la carne.
Para Servando, esa fracción de segundo en el que cayó, definió el tiempo entre la vida y la muerte, entre su vida y su muerte. Azotó en tierra blandita. Cuando despertó, tenía la boca empolvada. “Sentí como una explosión”, narra.
Servando fue llevado al hospital de San Pedro en un camión que tosía de viejo por más que le aceleraban. Allí no encontró ayuda y esperó desde las dos de la tarde hasta las cuatro de la mañana porque no había una ambulancia que lo llevara a Torreón.
Primera Pérdida. Un accidente en el trabajo, una descarga eléctrica, le quemó el antebrazo y la mano derecha; se los tuvieron que amputar.
A los dos días del accidente le cortaron la mano derecha. Entendió, el hombre que apenas cursó hasta –cree él– cuarto de primaria, que si un miembro del cuerpo no tiene circulación de sangre, se echa a perder.
“Ni modo, ya me tocó”, pensó Servando. Menciona que le preguntó al doctor por el hoyo en su otro brazo. “Tráeme una navaja de rasurar”, bromeó el médico. Con un bisturí le arrancó un pedazo de carne de otro lado y se lo pegó en el hueco.
Días después sintió un hormigueo en el agujero y no podía extender el brazo, hasta que el doctor se apalancó para extenderlo. “Me levanté con un dolor tremendo, pero ya estaba pegado el pedazo de carne”, cuenta.
Multiusos. No sólo le gusta cultivar en su vivero, también apoya a su familia con mandados y les plaquea los carros.
La vida no tiene chiste... en la vida hay dos caminos, el bueno y el malo, uno decide cuál seguir”
SERVANDO ROBLEDO RÍOS
Duró dos meses en el hospital. Después del accidente y perder antebrazo y mano derecha, llegaron compañeros de trabajo.
“Vete a trabajar a la criba”, le pedían.
“Me siento muy deprimido”, respondía Servando.
“Ándale, en lo que puedas, le animaban.
“No, me siento muy deprimido”, volvía a responder.
Segunda pérdida. Tras dos meses en el hospital y dos meses más de rehabilitación en Puebla, médicos le dijeron que le amputarían el otro brazo.
Servando viajó hasta Puebla para rehabilitarse. En el lugar encontró miles de personas con brazos o piernas amputadas. Chicos y grandes, hombres y mujeres, un ejército de amputados.
“Había un señor que bailaba en una sola pierna”, comenta Servando como si aquel entonces hubiera visto algo extraordinario. Quizá lo era.
En Puebla, presume, le enseñaron a tomar un blanquillo con el gancho sin romperlo. A tomar canicas. “Tenía uno que tantearle, no cerrar el gancho”, explica.
¿Qué se le complica más?, pregunto.
“Yo creo que nada, claro a veces necesito ayuda. He tronado llaves. Abro las llaves y les golpeo, batallo para girar y se quiebra la mugre”.
Pero en Puebla no había terminado todo. Dos meses después, otros médicos le dijeron que le mocharían parte del otro brazo. “Ya no tiene remedio”, le explicaban. A Servando lo dormían primero cada cinco y luego cada tres días para curarlo.
'Sentí como una explosión', recuerda cuando despertó después del accidente que le costó perder los antebrazos y las manos.
“Hagan lo que crean conveniente”, les dijo.
“No, tampoco, tiene que firmar, mírese la mano”, le comentaron y unos tendones le colgaban. “Lo vamos a injertar y si no le cierra, vamos a tener que mochar el brazo más arriba”.
Servando se chupó de la depresión.
Desempolvar la depresión
Una ocasión, cuando Servando estaba en el hospital, miró a su esposa Trini desencajada. “Está llorando mija porque cree que ya no va a estudiar porque no vas a poder trabajar”, le dijo sobre su semblante.
Fue en ese momento que Servando se desempolvó la depresión. “Dígale a mija que saliendo de aquí me voy de velador o a barrer, pero ella va a estudiar”, respondió Servando. Su hija estudiaba para educadora.
Más trabajo. Se prometió a sí mismo que saliendo del hospital iría a trabajar. Se metió en la fayuca con el negocio de compra venta de prendas de vestir . Así sacó adelante a sus nueve hijos; cuatro de ellos con carrera.
Con manos de acero, Servando salió a chambear. Una ocasión un señor le pidió a su esposa que si le podía comprar un pantalón. Su esposa apenas tenía 200 viejos pesos. Servando se inmiscuyó en el negocio de fayuca y compra venta de prendas de vestir.
“Empezamos con eso, luego tenis. Dónde los compran, pues en tal lado. Puro Levi's. Estábamos cerca de los tres millones de pesos (de los viejos)”, comenta. Después puso un estanquillo donde vendía sodas, chicles, galletas, papas.
Así, sacó adelante a nueve hijos. Cuatro de ellos estudiaron una carrera.
Ahora vive de una pensión de 2 mil 300 pesos mensuales y presta dinero a familiares y vecinos. “Siempre traigo portamonedas”, presume y mete un gancho en su bolsillo de pantalón para sacar una bolsa con monedas y billetes.
Familia. Todavía internado, Trini, su esposa, le confesó que su hija lloraba porque creía que tendría que dejar de estudiar porque Servando ya no iba poder trabajar. Entonces se desempolvó la depresión.
Estoy batallando porque a un gancho le da vuelta pa donde quiera y a otro no, está fijo y batallo porque no puedo moverlo”
SERVANDO ROBLEDO RÍOS
La vida no tiene chiste
Servando cruza el ramaje de su vivero y recuerda que los árboles son una terapia. “No puedo estar ahí sentado sin hacer nada. No lo hago por otra cosa”, platica.
Con los ganchos, Servando toma una cáscara larga de moringa. “Debe estar negra”, explica sobre la moringa. “Pélela y se come, tiene que ver una bolita blanca”, me instruye. Servando come tres bolitas diarias. “Saben amargas”, adelanta antes de que las coma.
Dice que todos los arbolitos le gustan. Recuerda que hace años vio que un limón creció y decidió que iba a cuidarlo. Y empezó a poner más variedad. Así hasta tener su vivero personal. “Es por puro gusto, no hallo qué hacer”, insiste sobre su afición.
Su casa está frente al vivero. Vive en los límites del río Nazas, del lado de Gómez Palacio. Su casa tiene un fondo amplio cuyo patio da a la calle de atrás. En el patio me presume un nogal que también plantó.
Batalla pero se adapta. Después de 34 años con manos de acero, Servando sigue aprendiendo y corrigiendo para adaptarse.
Servando va al fondo de la casa y abre la puerta. Ahora no batalla. Me dice que en ocasiones va al lecho seco del río y recoge fierro, aluminio, cosas que puede utilizar o vender.
¿Qué le diría a alguien que pierde un brazo, una pierna?
“Que hay que usar la mente, tenemos millones de ideas en la mente”.
No le gusta estar sin hacer nada. Cuando está de oquis, como dice él, se pone a inventar o hacer cosas. Servando entonces toma un machete y me explica que le mandó hacer una especie de ganchos para que los suyos se pudieran enganchar y machetear si lo necesitaba. Servando empieza a machetear para mostrarme que puede hacerlo. Lo mismo a una pala por si necesitaba palear. Y me muestra cómo toma la pala. A su hijo, herrero de oficio, en ocasiones le ayuda.
A Servando no le gusta que le tengan lástima ni le regalen nada. Inclusive cuando en la cantina le quieren invitar unas Tecates, tampoco los deja.
Vendedor. Después de sacudirse la depresión al perder las dos extremidades, se metió a la fayuca para sacar adelante a sus nueve hijos.
Hace unos cuatro años, Servando quiso comprar un ventilador. Comenzó a hacer los trámites en la tienda. “Nunca pido fiado, ni un cinco”, interrumpe él mismo. La empleada inició los trámites y en eso llegó un supervisor. “No vamos a poder darle el ventilador porque necesitamos su huella”, le dijo el encargado. “Eso me hubieran dicho de un principio. Está bien, muchas gracias”, respondió y se retiró.
En otra ocasión, en el banco tenía guardado un dinero, una feriecilla, dice, y lo quería retirar. “Necesitamos la huella”, le dijo el empleado de ventanilla. “Cuando metí el dinero no me pidieron huella”, rezongó Servando. “Tranquilo, tranquilo, señor, deje hablo a México”, contestó el trabajador. “Sí, no gano en enojarme, pero el dinero me lo dan”, dijo a rajatabla hasta que le entregaron su feriecilla. “Cómo va a hacer uno transa”, dice Servando. Pero es uno de los contratiempos a los que se enfrenta por tener ganchos de acero como manos. Pese al gancho, puede escribir y firmar.
¿Cómo han sido estos 34 años sin manos ni antebrazos?
“Yo los he vivido, los he disfrutado, una cosa es que mi familia ‘haiga’ andado rodando y otra cosa es que yo estoy al frente. Les doy consejos, les hago mandados, les plaqueo los carros”.
Hospital. Después de perder el antebrazo y la mano derecha, los amigos de Servando lo visitaban al hospital y le decían que fuera a trabajar con ellos, pero él se negaba y decía que estaba deprimido.
Servando entra a su cuarto y se medio quita las prótesis para que yo pueda admirarlas. Allí dentro tiene una bocina grande porque le gusta escuchar música a todo volumen. “Tengo cinco bocinas conectadas en toda la casa”, presume. “Tengo como tres mil canciones”, vuelve a presumir. Con el gancho toma el control de una bocina y pincha un botón para prender la música.
El hombre batalla para quitarse un chaleco. Trini, su esposa, lo ayuda. “La vida no tiene chiste”, filosofa como quien ya ha visto todo. “En la vida hay dos caminos, el bueno y el malo, uno decide cuál seguir”, sigue reflexionando.
Servando queda desnudo del torso. Le cuelgan las prótesis y sus 78 años. Se vuelve a poner su chaqueta grande.
Treinta y cuatro años después de perder antebrazos y manos, Servando no termina de corregir y adaptarse: “estoy batallando porque a un gancho le da vuelta pa donde quiera y a otro no, está fijo y batallo porque no puedo moverlo”. Habrá que corregir.
Por: Francisco Rodríguez
Fotos: Francisco Rodríguez
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Edgar de la Garza
Publicado: Vanguardi