El mercado Adolfo López Mateos parecía un paisaje sacado de un mural de Diego Rivera, pleno de colores e imágenes costumbristas. Lo olores de las gardenias, los claveles y las rosas inundaban los pulmones de los caminantes que iban de compras, dispuestos a intercambiar su dinero por un kilo de aguacates, naranjas o por unas cuantas piezas de pollo. El acelere vespertino de la multitud me hizo caminar de prisa, cruzando estrechos pasillos hasta que finalmente llegué a la nave principal del gran mercado. En ese rincón del centro la ciudad nunca duerme, la actividad comienza desde las cinco de la mañana con los cargueros que llegan en sus camionetas repletas de mercancía, y termina ya bien entrada la noche, después de una larga jornada laboral. Ahí confluyen los comerciantes que dan de comer al pueblo y alimentan el corazón del consumo local con raíces de nuestra tierra. En los pasillos hay huacales repletos de manzanas que presumen su brillo natural y básculas colgantes que indican el peso de la mercancía. Jícamas, tomates y chiles verdes se asoman por los estantes de madera, dibujando los colores patrios. Ese festín de aromas me hizo retroceder en el tiempo y recordar los tantísimos días que acompañé a mi madre cuando iba de compras al mercado, siendo yo niña. Su recorrido siempre comenzaba por donde estaba la fruta, el lugar que más gustaba; después recorríamos el pasillo de las flores, donde yo tomaba de vez en cuando florecitas de nube y me las colocaba en el cabello a modo de diadema; pasábamos por puestos de semillas y dulces, hasta llegar al pasillo más temido para mí: la carnicería. En ese lugar, las cabezas de los cerdos se asomaban por encima de los refrigeradores, colgando de ganchos que a mí se me figuraban guillotinas. Parecían guillarme un ojo y mirarme fijamente hasta que yo salía corriendo despavorida hacia el final del pasillo. El grito de un vendedor de verduras me despertó del ensueño: “Pásele güerita, ¿qué va a querer?, ¿qué va a llevar?, llévele, llévele”. El hambre hacía estragos en mi estómago, así que seguí caminando hasta llegar a los puestos de gorditas y quesadillas; a metros de distancia me invadieron los olores de las garnachas y las aguas frescas. La gente se amontonaba en bancos y sillitas alrededor de la barra de comida de la pequeña fonda; sólo quedaba lugar para dos personas más. Me senté entre un gordito con playera del América y una coca cola en mano, y una doñita que comía su caldo de pancita como si no hubiera mañana. Entre el ruido de los marchantes y la música del Chente me dispuse a disfrutar de una rica comida a base de maíz, bañada en queso, crema y salsa, la especialidad de la casa, por la cual los extranjeros se desviven.
Al caminar por el laberinto de esa ciudad de mercaderes recordé que hace muchos años, cuando pasaba por ahí, solía alzar la mirada al techo de la bóveda principal para contemplar el mural monumental del pintor mexicano Silverio Saiz, considerado en su época el más grande del mundo. Era una gran obra colorida que se extendía a lo largo y ancho de techo, en el cual podías encontrar plasmada la vida cotidiana de los lugareños y comerciantes: las mujeres morenas con largas trenzas color azabache, envueltas con telas de colores y bolsas del mandado, los vendedores surtiendo sus mercancías, los estantes llenos de verduras, la pescadería, la panadería y demás imágenes icónicas, cada una situada de manera estratégica sobre el lugar donde se encontraban los puestos, así la gente podía identificar rápidamente su lugar de compra. También podías encontrar símbolos prehispánicos: una pirámide azteca que contenía la fauna y flora del estado de Morelos, una cabeza de Quetzalcóatl, un ocelote, etc. Esa magnífica obra de arte pervivió veinte años y terminó reducida a cenizas por un incendio que azotó la nave principal del mercado en el 2002. Fue una perdida terrible y lamentable para quien vio nacer tal obra a mediados de los años ochenta.
Me alejé de los pasillos observando el techo color ahumado, ya sin rastros de pinturas. Me invadió una profunda melancolía al recordar esos años en que mis ojos vieron crecer al mercado de mi ciudad o él me vio crecer a mí. Siempre me gustó más ese rincón lleno de magia, colores, aromas e historia que los supermercados modernos y las tiendas de autoservicio que hoy parecen brotar del suelo en cada esquina. En el viejo y querido Adolfo, la vida parece más real, más cercana, más mexicana.