Esta historia ya es parte de mis memorias, empiezo a envejecer. Ja. Cursaba los últimos semestres de la Licenciatura en Letras (así, Letras nomás, como si fuera rotulista) y me la pasaba bien con los amigos cada semana. Trabajaba aún como músico callejero, pero me dedicaba a estudiar lo mejor que podía. No fui un alumno de calidad iso-9000 pero me defendía.
La semana la pasaba entre la universidad y en la calle cantando. Miraba la ciudad y me maravillaba como hasta ahora de la realidad. Compartía mis andanzas con dos amigos en especial, uno de filosofía y otro de letras, que como yo quería ser escritor. Omito su nombre por pudor. Este escritor y yo la pasábamos muy bien los fines de semana. De bar en bar, haciendo eventos, buscando recursos, leyendo poesía.
Un fin de semana, ambos vestíamos de traje o por lo menos con saco, pero elegantes. Yo cargaba mi guitarra. Y llevábamos nuestras mochilas. Asistimos creo que a una graduación y de ahí fuimos a comer y luego a comenzar la fiesta. De entrada fuimos a un bar, luego a un par de fiestas, pero cuando menguaron, unos amigos nos invitaron a seguirla a Tepoztlán. Allá fuimos y la pasamos muy bien. Una fiesta de gente nice, quizás en la casa del hijo del algún político.
El punto es que mi cuate y yo ya andábamos bien jarras y bastante irreverentes. Criticábamos todo y a todos por igual. No teníamos formas que guardar ni apariencias que cuidar. Al final, nos corrieron de la fiesta por lo mismo y allá vamos de vuelta a Cuernavaca en el auto de los cuates.
Ya en Cuernavaca, hartos de nosotros dos, nos bajaron en una avenida como a las 4 de la mañana. Caminamos dos cuadras y llegamos a la librería Gandhi, otra coincidencia. Enfrente había un pradito y nos sentamos, con ganas de seguir bebiendo pero también bastante cansados de la jornada. Pensaba cómo movernos de ahí cuando pasó una patrulla, que se echó en reversa hasta donde estábamos.
Se bajaron un mando y dos elementos. Nos preguntaron qué hacíamos ahí. Le dije que obviamente estábamos ebrios y que nos habían dejado unos amigos para acercarnos a nuestra casa. Era una colonia muy fresa, que hasta en el día y sobrios desentonábamos por nuestra apariencia de barrio. El comandante no sabía qué hacer, nos quería llevar pero igual sacaría poco de nosotros. Quién sabe.
Intentaba hablar con él cuando mi amigo comenzó a pelear con un poli, alegando que le quería quitar la cartera. El poli lo revisaba y mi cuate ya tenía su cartera en la mano. El poli lo jaloneaba y mi cuate le tiraba de golpes (era bueno para pelear). El comandante nos detuvo y pensó un momento qué hacer con dos enclenques borrachines.
Las cosas se pusieron tensas y nos revisaron de arriba abajo. A mí solo me encontraron bastante morralla, producto de un par de horas de trabajo. Dábamos pena, pero ellos no tenían justificación para detenernos.
El comandante me dijo que podía llevarnos o dejarnos ir, pero tenía que decirle quiénes éramos y a qué nos dedicábamos. Mi amigo se tranquilizó más por el alcohol en su sangre que por prudente. Mi mente se serenó y con la mayor tranquilidad que pude le dije: “No nos puede llevar, somos escritores”. Se sacó de onda e indagó al respecto. Le dije, ya envalentonado, que en efecto, éramos escritores y trabajábamos en prensa… y que no hacíamos nada malo.
Luego le eché un choro mareador, que era mitad real y mitad invento, de que publicábamos en tal o cual diario y que ese día habíamos estado en un evento con varios periodistas de diferentes medios y que de ahí veníamos. Me miró con desconfianza aún, me preguntó si conocía a uno u otro periodista, a lo que contesté en afirmativo.
Por fin le dijo a su oficial que nos dejara y se retiraron sin decir más. Me acerqué a la patrulla y le pregunté que si podía darnos un aventón y me dijo que no jugara con mi suerte ni con su paciencia. “Bueno, pues”, contesté y volví al prado, donde mi amigo ya dormitaba. No recuerdo cómo llegamos a casa, pero lo hicimos sanos y salvos. Éramos solo un par de jóvenes escritores.
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@DanieloZetina