El pasado fin de semana, el Cine Teatro Universitario “Joaquín Lanz” de la ciudad de San Francisco de Campeche fue sede de la ceremonia de premiación de los XXXVII Juegos Florales Nacionales Universitarios, convocados por la Universidad Autónoma de Campeche (UAC), a través de la Dirección de Difusión Cultural.
En esta ocasión, el premio del Certamen Nacional de Cuento lo obtuvo el morelense Jorge Arturo Hernández García –editor de La Unión de Morelos– con el libro El hombre que esperaba el tren, que está integrado por cuatro cuentos.
Con base en el acta del jurado, la obra ganadora está conformada por “cuentos bien tramados y escritos con precisión; las historias resultan conmovedoras y entrañables, y los protagonistas enfrentan grandes conflictos en torno al amor, la soledad, la sexualidad y la muerte; y como trasfondo se aprecian estructuras ideológicas derruidas en medio de una sociedad deshumanizada”.
Por su parte, el premio en la categoría de Poesía fue para el veracruzano Mario Castelán, cuya obra El día 33 es “un trabajo de gran limpieza lírica y con un manejo adecuado y transparente del lenguaje, en el cual metáforas e imágenes profundizan al ser humano”, de acuerdo con el jurado.
El mantenedor de esta edición fue el profesor de la UAC Agustín Chuc López, quien durante la ceremonia habló acerca del lenguaje, de las letras, de la escritura y de su influencia en la vida de los seres humanos como parte fundamental de todo proceso de formación social y la manera en que funciona como herramienta para construir.
“La palabra construye. La palabra deviene al lenguaje y el lenguaje otorga sentido, el lenguaje comunica, el lenguaje dignifica. El lenguaje es mundo, es nuestro mundo cotidiano ante nosotros y los otros; así el lenguaje nos une. Con el lenguaje somos y en el lenguaje estamos”, expresó Chuc López.
El premio al que Jorge Arturo Hernández García y Mario Castelán se hicieron acreedores consistió en un estímulo económico. Además, ambas obras serán publicadas por la Universidad Autónoma de Campeche.
Previo a dicha ceremonia se llevó a cabo la coronación de la Reina de los Juegos Florales Nacionales Universitarios. Este año fue designada Cinthya Guadalupe Rodríguez Poot, estudiante de Derecho de la UAC.
Para cerrar la velada, los cantantes Braulio García y Ayla Narváez se encargaron de darle el toque musical al evento.
EL HOMBRE QUE ESPERABA EL TREN
(Fragmento)
Llegado el día, el sol brillaba con esplendor primaveral. Era verano. Las montañas que rodeaban buena parte del pueblo estaban verdes; la tierra, humedecida, desprendía un olor a vida y anunciaba nuevos brotes de hierba, plantas y flores. En el esqueleto de un camión de carga abandonado se anidaban ardillas. Las casas, piedra sobre piedra, tabla sobre tabla, parecían cobrar fuerza y sus crestas rojizas brillaban como si las hubieran colocado esa misma mañana, cuando muchos vieron el andar del agente especial de vigilancia, pausado y orgulloso.
—Que te vaya bien, Dimitar —deseaban algunos, mientras que otros lo miraban sin saber qué le depararía su nuevo encargo.
Siguió el rastro de las vías para llegar. Las líneas de acero perdieron protagonismo en el paisaje al ser parcialmente devoradas por la hierba o por la tierra, que en tiempo de lluvias cedía y el barro dejaba verlas. Un cortejo de ardillas y de perros hacía los honores a Dimitar, quien, bañado en su agua de colonia favorita, bien afeitado, no podía disimular la alegría que le provocaba el hecho de saber que iba a la estación, que sería en adelante el único dueño y señor de la caseta donde su padre fue alcanzado por los años.
Mira, viejo, susurró. Voy en tu búsqueda. Echó un vistazo a su reloj de pulsera y apuró el paso, que hasta ese momento arrastraba con calma.
En la estación descubrió un vehículo oficial. Un superior y dos aprendices recibieron al vigilante, que sonrió al verlos. El de rango mayor dio órdenes y los otros se colocaron a sus costados. Frente a frente, Dimitar y el representante del gobierno intercambiaron órdenes y asentimientos. Uno de los más jóvenes sostenía una bandeja en la que había una insignia y un juego de llaves. Desde una bocina del auto se escucharon las primeras notas del himno nacional. El coro conmovió a Dimitar, pero consideró que llorar en ese momento podía acarrearle problemas e incluso perder el nuevo cargo, pues no había lugar para sentimentalismos. La bandera del país se elevó sobre el toldo del automóvil, sostenida por el otro aprendiz, mientras los coros exaltaban el orgulloso destino de la nación junto a la montaña.
Acabada la ceremonia, Dimitar recibió las llaves que lo asignaban como responsable único de la estación. Escuchó las órdenes, conmovido aún, sin rechistar en nada. Luego vio partir a los tres hombres, a bordo del vehículo que circulaba con dificultad sobre el camino pedregoso por donde alguna vez pasó el tren.
Acero, ladrillos y madera daban forma al edificio de dos plantas. Parte del techo colapsó tiempo atrás y el aspecto general no desentonaba con el de las casas del pueblo: viejas, descuidadas y solas a raíz de la partida de sus habitantes. En pocos años, más de la mitad de la población desapareció, ora por muerte, ora por emigración. Aunado a ello, los jóvenes que decidían quedarse evitaban tener hijos.
Dimitar se quedó solo en la estación. Las bisagras rechinaron al abrir la puerta principal. Tanto tiempo sin ser abiertas provocó que las hojas no se doblaran por completo. En el interior se percibían polvo y un fuerte olor a humedad. Algunos retratos de hombres de Estado habían sido blanco de actos vandálicos; una bandera desteñida y rasgada colgaba de una pared; el mobiliario era escaso… Ningún funcionario puso un pie en el edificio durante muchos años. Dimitar pasó de la emoción de la ceremonia a un estado de quietud y sorpresa: quietud porque el silencio era agradable y sorpresa debido a que no se imaginó que aquello se hubiera convertido en esa ruina.
Llevará su tiempo revivirte, dijo en tono alto. La voz rebotó en las paredes y escapó por una ventana de cristales rotos. Volverás a ser la bella de antes, susurró esta vez. No quiso recorrer todo el inmueble; tan sólo se paseó por zonas de la planta baja, sin pensar mucho. Detuvo la mirada en las bancas sobrevivientes, en lo derruidas que estaban. Arrastró los pies hacia la salida para instalarse en la caseta próxima a la entrada. Entró y se sentó en un banco de cojín ruñido y tieso.
Ante la ventana miraba el camino por donde llegaba el tren. Frente a la estación se levantaban galerones de madera desvencijados, vacíos. En algún momento las autoridades contemplaron destruirlos ante el temor de que la delincuencia juvenil echara raíces en su interior. Sin embargo, al ver que el pueblo se quedaba sin jóvenes, se olvidaron de la existencia de los que fungieron como almacenes para los furgones de carga.
Dimitar estaba en calma, agradecido aún por el nombramiento. Desprendió la insignia de su camisola y la colocó en la palma de una mano; miró a detalle los relieves, hasta que el graznido de una corneja lo sacó del ensimismamiento. En seguida regresó la mirada a la condecoración y la apretó en un puño. Cerró los ojos. ¿Ves, padre?, susurró. ¿Ves cómo los hombres nos reciclamos?