Para Sonia.
Resulta que nací en la colonia Roma Sur de la Ciudad de México, en un lindo hospital. Vivíamos en la Delegación Benito Juárez, aunque parte de mi familia era del barrio medio salvaje de la Escandón, donde pasé muchos días de mi infancia entre vecindades, cumbiones bien locos y cascaritas callejeras, pero también cerca de la Condesa e Insurgentes.
Nos fuimos a Cuautitlán Izcalli, al mismo tiempo barrio pesado y pueblo extraño, donde mataban gente a cada rato. A mis siete añitos nos instalamos al sur de Cuernavaca (¡bendita provincia!), donde terminé de cocinarme en una suburbanía sin identidad y con hartos problemas sociales. Ahí había de todo, desde niños bien mamilas hasta pepenadores. Fui a escuelas públicas, entre piojos y niños agrestes.
Ah, pero claro que el niño raro tenía pretensiones y se fue a la universidad (que pública y todo, me sacó de allá un rato) a estudiar Literatura (pasumecha). En la uni aprendí mucho, me di cuenta de lo que ignoraba y de que la escuela era apenas un principio. Ahí también conocí gente fina, que comía caliente a diario y no sabía lo que era bañarse con resistencia o ir a Liverpoolga por el outfit del mes. Sí me deslumbró la gente culta, pero también conocí una vanidad asfixiante, entre profes que se querían ligar a mis amigas y escritores más mayorcitos que uno.
Mi vida fue trabajar, estudiar y conocer todo tipo de personas. Lo mismo cantaba en los camiones en el día que iba a por la tarde a una galería o a las funciones de cine nice en el Museo Robert Brady; vendía ropa usada, pero frecuentaba las redacciones de los periódicos locales; acudía a elegantes cocteles en finas terrazas, aunque luego volvía allá a mi colonia pobre de madrugada.
Crecí e hice de todo, como habrán leído (o leerán) en esta columna. Ya no soy aquel jovencito destinado a ser un obrero en Jiutepec, sino un escritor con algunos interesantes lectores, sin embargo, bien dicen que uno sale del barrio, pero el barrio no sale de uno. Al final de cuentas, lo vivido y disfrutado nunca será olvidado, he sido feliz en cualquier lugar y padecido en los momentos más insospechados. Todo suma, cada cosa es un paso hacia la luz. Sin miedo al éxito, papá.
Les contaba… Entre la gente de barrio (compas, familia…) soy un fifí, pero entre la gente fina soy demasiado de barrio. Un fifí bastante chaka, un recha pipirisnais, extraña combinación.
Yo no me considero ni una cosa ni otra o ambas y viceversa también. Lo pienso y digo: “Muchas cosas del barrio me marcaron y me encantan, como los códigos de lealtad y la gente cálida; pero también me gusta una sala de concierto, una presentación en la FIL, una biblioteca ostentosa, los cafetines de la Roma Norte”. Soy ecléctico, como me dijo un día mi hermano “el Chino” y yo pensé que quería insultarme.
Muy de mi generación estos vocablos, podría decir que soy naco, pero también fresa, un frenaco. Uno de los epítetos más honorables con los que me han distinguido fue el que me espetó Lidsay Mejía hace años: “Eres un guarro ilustrado”, me dijo después de escuchar una sesión de albures con Ricardo Arce. En realidad, dijo: “Son unos guarros ilustrados”. Simplemente poético.
Profundizando en el tema, a nivel del lenguaje, disfruto, aprendo y escribo mucho de ambos mundos, el guarro y el culto. La lengua (palabras, ritmos, jerga, modismos, usos y abusos) es amplia en sus posibilidades desde cualquiera de estos bandos. La banqueta y la Academia enseñan bastante y de forma paralela. Me encanta hacer una mezcla de dichos enfoques, que son diferentes formas de comprender el mundo y soy feliz de pertenecer a ambas visiones, que me han dado grandes experiencias y mucho vocabulario. Desde el albur y el caló del barrio, hasta los conceptos más complejos han formado mi identidad y lo agradezco. Además, estoy convencido de que no tengo clase social y que puedo convivir con cualquier persona sin importar su código postal o su nivel académico. En fin.
Damas y caballeros, los amo mil, neta, I love you, bandita. Chau.