Es cierto, aunque no somos la única tribu con tal manía. La compartimos con el Godinato, el personal de salud, vigilantes, policías, libreros, estudiantes, periodistas y otros giros negros.
¿Por qué es así? Bueno, ya digo que en general sucede, pero no siempre. Ignoro el porcentaje, pero hay quien dedicado a escribir no requiere de la cafeína. Conozco escritores que practican yoga o meditación y evitan los estimulantes y otras sustancias. Por salud, yo tuve prohibido el café casi una década, hace apenas un lustro volví a beberlo.
Mi hipótesis es: “Los escritores beben café por tres razones: uno: es una bebida amarga; dos: es una sustancia compleja; tres: es perfecto para la petulancia. Me explico:
Primero: el café es amargo y se prefiere sin endulzantes (azúcar, sucralosa, sacarosa, fructuosa u otra osa diabetizante), para paladear su sabor natural: amargo, ácido, fuerte, perfumado. Los escritores (espero) hablamos de cosas difíciles y tenemos vidas complicadas. Quizás el café es una forma de recordarlo o un simple gusto de amargados.
Segundo: el café es la fruta de un matorral que solo crece bajo ciertas circunstancias ambientales (altura, humedad, temperatura, época) y en determinadas regiones (llamadas cafetaleras), que se cosecha a mano, se pela, se despulpa, se deseca, se tuesta (bajo rigurosos parámetros), se muele y se conserva con cariño. Solo entonces se pasa a otro proceso: se filtra en una cafetera (con muchas y variadas opciones) o se cuela o se decanta o se… en fin. Ya después se sirve caliente en un recipiente especial (taza, tacita, pocillo, vaso, termo), se adereza (solo algunos, a veces, depende) y se bebe con algunos rituales asociados. Todo lo anterior es sumamente complejo. O sea, un sorbo de café es el resultado de un interesante y largo proceso que termina en nuestra boca.
Tercero: muchos escritores, de los que saben cosas, acumulan un conocimiento inaudito (inerte e innecesario) acerca del café que beben (ellos u otros). No hay nada más útil para la pedantería que acumular un conocimiento superior sobre un tema cotidiano. Es decir, muchos bebemos café, pero no todos sabemos hacerlo, obvio. Lo he visto mil veces, quizás porque no soy experto en café, ni me interesa serlo nunca, por favor, gracias. Me han regañado hartas veces por pedir un descafeinado o café con leche o, peor aún, por atreverme a ponerle estevia (¡un insulto!) a mi café de Starbucks.
Ignoro por qué muchos escritores acusan a la gente de hacer cosas que deberían importarles una… muy poco. Me pasó con autores que ni me conocían, pero ya me estaban diciendo que el café se toma solo y con tal posición de la boca (exagero, claro), cuando nadie les pidió su opinión. Eso: el conocimiento del café es el pretexto ideal para que escritores (inéditos, ebrios, pobres o admiradores de Rulfo) sean petulantes y demuestren su altura moral, intelectual y de paladar con una siempre bebida.
Esos mismos metiches dicen frases como “beber café no es una necesidad, es un arte” (puag), “el buen café, solo para paladares educados” (oilo) o “yo nunca andaría con alguien que toma Nescafé” (ay, ajá).
A todo esto, ¿existe el buen café? Sí, aunque, como en el caso del bien vino, considero que no hay una medida exacta para valorar con objetividad a un buen bebedor de café y a uno malo. Estudios han demostrado que el mejor sommelier a veces no puede distinguir entre un vino digamos caro de otro barato, mientras ambos tengan cierta calidad inicial.
Por último, el único especialista que yo conozco se llama Rocato, vive en Cuernavaca y lleva más de 50 años bebiendo y estudiando el café. Ha recorrido países y cafeterías y leído kilómetros sobre el tema. De él he aprendido un poco y le agradezco, pero también le reconozco que a pesar de su gran experiencia se toma el asunto con sencillez, sin petulancia ni presunción, porque los grandes siempre son sencillos y, si no, no lo son.
A mí, la verdad, me gusta el café con poca leche y tantita estevia, pero a ti, ¿cómo te gusta tomarlo?