Hablar de la estructura social y sus consumos de vanidad y orgullo nos platica más de esa producción exacerbada que se tiene de sí mismo por una exigencia de pertenencia al espectro comunal de nuestra preferencia; en la medida que esa primera persona del singular (“ego-yo”) crece sin estar conscientes de su presencia inclusiva y atractiva para los demás, en la misma medida que sufre su falsedad, su apariencia, se padece entonces su falta de adaptación tan ambigua como el concepto de sociedad.
Poco a poco vamos formulando paradigmas o modelos de toda índole, nos importa la etiqueta advertida por el otro, interesa más su aceptación que la propia, importan mejor los discursos de representación tribal, que la existencia de una interioridad única por experiencia y tal vez común por lo esencial que pudiese tener la especie como tal; denostamos y confundimos ese diálogo sincero donde nos vemos completos en una sola pieza y no por partes como supone el análisis que el argumento científico pretendía sostener.
El conocerse hasta sus últimos alcances ha sido y será la más necesaria, noble y madre intención que cualquier acto de especie: tendría que suponer la principal curiosidad por encima de cualquier estudio habido o por hacer.
La descripción tierna, sutil, total y ajena a esa división explicativa a la que estamos acostumbrados por las divisiones que el conocimiento propone merece una atención férrea y con nulas palabras ante lo evidente que tenemos de “nuestro”, ante la percepción genuina y silenciosa del movimiento que significamos, una observación pura de la singularidad que nos proyecta.
Versa.
Música.
Barro.
Comunidad.