El río Apatlaco es una entidad viva, pasa por Huitzilac, Cuernavaca, Emiliano Zapata, Jiutepec, Temixco, Xochitepec, Tlaltizapán, Zacatepec, Puente de Ixtla y Jojutla, en sus 765 kilómetros cuadrados.
Muchos niños ni siquiera se han ido a asomar, porque es una especie de animal en descomposición.
Es probable que, si leen el testimonio del maestro cartonero, piensen que es un mentiroso, o que el dengue que le acaba de dar lo hizo entrar en delirios, y eso de que el río era más cristalino que el agua de garrafón de vidrio es nada más que una vil alucinación.
Con ese riesgo, vamos a compartir el relato que el maestro de primaria y artesano, Alfonso Morales Vázquez, nos compartió, y que contiene algunos pasajes de su experiencia en el río. Él, todavía se bañó en sus aguas, pescó ahí, y bebió de él.
Allá por 1966, tuve un amigo apodado el Chirias, era un niño bajito de estatura. Vivía solo con su papá y sus dos hermanos, en una casa construida muchos años atrás, pero se notaba que la dejaron a medias.
La casa tenía muchos cuartos, estaba a un lado de la calle principal y el terreno limitaba con un canal, que venía del que se le llamaba el apancle grande.
En el apancle aprendimos a nadar muchos niños que nos reuníamos en la tarde, echábamos clavados y chapuzones.
El agua era limpia, nítida, de vez en cuando lo único que arrastraba eran hojas de los árboles y huamúchiles, caídos de los árboles, que con gusto comíamos al atraparlos.
Ese apancle regaba tierras de Panchimalco, donde se sembraba jitomate, tomate, arroz, melón, chile, jícama o sandia en tiempos diferentes. Ahora ya no hay esos cultivos, sólo siembran caña y de vez en cuando arroz.
El escurrimiento del riego llega hasta otro apancle que riega tierras más abajo y que desemboca en el río Apatlaco. Ese canal es el apancle que pasa por Tlatenchi, para regar las tierras de Santa María y donde también se sembraba lo mismo que en Panchimalco.
En el apancle había un lugar muy especial, "La Aguaje". Ahí llegaba a abrevar el ganado que había suelto en esos campos de temporal, en los que se sembraba ajonjolí, maíz, cacahuate, calabaza, frijol y en ocasiones jamaica.
La aguaje era nuestro lugar favorito para nadar en las temporadas.
Un día que no fui al kínder por ir a “la aguaje”, me sorprendieron mis maestras nadando. Me hablaron y me preguntaron si estaba hondo, pues el agua estaba hasta mi cuello. Me paré y mostré que el agua me daba a las rodillas, y como estaba desnudo, las maestras empezaron a reírse, y me volví a meter al agua. Pero ellas me dijeron que me parara para ver hasta dónde me daba el agua, lo hice y se rieron nuevamente.
Los que nos reuníamos en la aguaje nos dedicábamos a cuidar chivas. Todos los campos de temporal no se sembraban, eran para el pastoreo, pues mucha gente en ese tiempo tenía ganado y, por lo regular, andaba suelto. Algunos hacían corrales provisionales, donde todas las tardes y mañanas hacían la ordeña, pues eran vacas lecheras.
En el pastoreo no era necesario llevar agua, sólo el bule y lo podíamos llenar en los ojitos de agua que eran ocupados por el agua que se descargaba de barranca. Así, cuando necesitábamos agua, íbamos a algún ojito o llenábamos en la orilla del río o en los apancles o en las barrancas.
El ojito de agua más lejos que conocí fue el de Fabián, ya cerca de la laguna de Tequesquitengo. La verdad nunca he sabido por qué se le llama así, Fabián, pero ahí había pequeños tanques de cemento para almacenar agua donde tomaban vacas, caballos, burros, chivos y pues también nosotros.
Ahí en el apancle todos los niños de la comunidad aprendimos a nadar. No tuvimos maestros, entre nosotros mismos nos enseñábamos.
Ahí también aprendimos a pescar pijulitos, peces pequeños de colores que no crecen mucho. Había grandes cantidades. Hacíamos ayates con costales de ixtle, nos los amarrábamos al cuello y de las puntas para arrinconar a los peces en las orilla y atraparlos. Los sacábamos del agua y escogíamos los más grandes, los pequeños los dejábamos ir. Ahí aprendí a pescar.
Con el tiempo, ya nuestra pesca no fue ahí, estaba en el río. Aunque era más riesgo. Ahí el agua era muy limpia, tanto que podíamos ver las raíces rojizas y anaranjadas de los sauces, y era el lugar donde se escondían y anidaban las mojarras. Atrapar una mojarra con las manos en las cuevas, bajo los sabinos o en los huecos de las paredes rocosas. ¡Caramba, qué aventura!
Inmediatamente sabíamos que eran mojarras por las escamas y aletas verdes y azulosas que hermosas brincaban, queriéndose zafar de las manos. Las agarrábamos y las metíamos en una vara flexible de sabino, amarrando bien a la primera de la boca y agallas, para que no se salieran las demás, y las poníamos a la orilla, y así cada vez que pescábamos una la poníamos en la ensarta, que iba creciendo más y más.
Pero no sólo mojarras pescábamos en el río, también bagre. Y bueno, nosotros lo hacíamos con las manos en las cuevas, pero había gente que pescaba con atarrayas y sacaban mojarra, bagre y platillas.
Las platillas eran unos peces no muy grandes de cuerpo blanco, que nos las comíamos como los pijulitos, bien fritos, dorados hasta los huesos. Muchos pescadores las dejaban ir, y cuando veíamos que las pescaban las pedíamos y nos las regalaban.
El río para nosotros era una fuente de alimento. Con uno de mis hermanos, no había día que no pescáramos en cualquier parte del río donde llevábamos a pastorear los chivos.
El río era transparente, limpio, a veces desde la parte alta veíamos nadando a los peces. Muchas veces nos fuimos a “las juntas”, una poza donde se juntan el río Apatlaco y el Yautepec, y se forman pequeñas cuevas donde se meten los bagres y mojarras.
Unos pocos años después, el agua del río Apatlaco comenzó a pasar a ser sucia, de color negro y gris, se decía que el ingenio azucarero de Zacatepec vertía en el río el agua que usaban para lavar las máquinas.
Cuando cruzábamos por las juntas y estaba lodoso y cuando en los canales aparecían muchos pescados aleteando en la corriente, y aprovechábamos para agarrarlos, comenzaría la zafra.
Y a lo lejos, se veían las gigantescas llamas que hacía arder los campos de cultivo de caña, y el chacuaco empezaba soltar humo negro. Eso indicaba que los ríos y los apancles estarían contaminados.
Pero eso no era todo, tiempo después el río se contaminaría con aguas negras.
A pesar de que el agua estaba contaminada, algunos nos atrevíamos a bañarnos todavía, y cuando estábamos en los apancles, era muy común que alguien gritara: “¡Un mojón, agáchense, ahí viene un mojón!"
Nos empezamos a alejar de los baños y de la pesca, de los canales y de nuestro río, crecimos y hemos sido testigos del cambio radical.
Hay tanta contaminación, que por las noches es un olor nada agradable, a lodo, a agua podrida.
Antes, en las tardes, si uno andaba cerca del río era frescura y si daba sed tomabas agua en el ojito más cercano.
Hace poco encontré una tortuga café, de caparazón blando y cuello largo en una calle. No sé si alguien la abandonó. La tuve unos días en casa, pero no quiso comer y decidí llevarla al río. Fuimos al ojito que era el más grande, y ahí se podía bajar hasta el río. Ese ojito desapareció, así como la bajada. A pesar de eso, la baje al río y se perdió nadando.
Noté que en el río había una hilera de esos peces que les llaman limpiavidrios. Algunos pescadores los atrapan con sus atarrayas y los dejan afuera para que se asfixien, para que no acaben con los pocos peces nativos que quedan. No he visto pijulito ni platilla, ni mojarra, mucho menos bagre.
Me acordé de mi amigo el Chirias. En una ocasión, pescando se fue abajo de las juntas y la corriente se lo llevó. Intenté sacarlo, pero no podía, estaba muy hondo, afortunadamente al otro lado del río había un pescador que, al vernos, se aventó dejando la atarraya y me ayudó a sacarlo.
Mi amigo el Chirias y su familia se fueron del pueblo. No supe cuándo, pero a él lo recuerdo.
Los niños de mediados de los setentas en adelante ya no disfrutaron los clavados ni nada en estos lugares, y generaciones actuales no conocen el río, ni contaminado.
El río ha cambiado, pero aún así, llego a visitarlo.