Presuntuoso de ser paisano de Zapata, el ícono mexicano del siglo XX sobre todo a partir del levantamiento indígena en Chiapas el primer día del año 1994, tuvimos que aceptar la total ignorancia de lo esencial del de Anenecuilco, hasta que en ese mismo 94, apoyando a los periodistas franceses Jean Marie Montalí, reportero y el excepcional fotógrafo Jaques Torregano, enviados por el diario “Le Fígaro” que se edita en Paris y que su magazine dominical “tiraba” en ese entonces, “nada más” un millón 500 mil ejemplares. La vía fue Excélsior de la que un servidor era corresponsal y una llamada madrugadora donde pedían datos y alguna ayuda para hacer su trabajo. A su disposición pusimos lo elemental y un poquito más, porque se trataba de Zapata, porque los colegas europeos iban a lo suyo muy profesionales y por tratarse de Zapata, un ser mitológico para muchos que somos descendientes de combatientes cercanos en la revolución a don Emiliano.
Pero lo único que conocíamos del llamado “Atila del Sur” por sus detractores y “Caudillo de Sur” por sus apoyadores, era lo elemental, lo que dictaban los libros de texto, algunos párrafos de libros y lo que doña Carmen Lozano Estudillo nos platicó largas horas y muchos días. Ella, era de las que hacían de comer al general junto con su madre y sus hermanas. La abuelita Carmela, lo admiró por lo que le conoció durante siete u ocho años, hasta que lo mataron en Chinameca. “Era muy crédulo, por eso lo mató Guajardo, si bien que se olía la traición entre sus cercanos, pero era obstinado y tenía otro problema: se santiguaba cada que se encontraba con una cruz o una iglesia, aunque nos fueran correteando los federales con las balas cerca”, decía doña Carmen. Ella lo trató, incluso el general tuvo la gran deferencia de que mataran unos animales y se armara el baile el 3 de enero de 1918, en la Sierra de Huautla en Tlaquiltenango, cuando Carmelita cumplía 15 años, y su padre el coronel jojutlense Agustín Lozano Neri, y su madre Beatriz Estudillo Ingelmo, vistieron sus mejores ropas. Incluso, un periodista norteamericano que andaba por ahí, sacó una fotografía que tiempo después entregó a Carmen, que guardó celosamente, pero uno de sus hijos se la pidió, y se perdió. Ahí estaba ella, jovencita, bien peinada y no se le veían sus 24 dedos en las extremidades que le daban forma a su apodo de “La Chicuasa”, que significa seis en náhuatl, dialecto que dominaba la mayoría de los revolucionarios.
A partir de ese trabajo de y con los franceses, supimos que Emiliano comía con cubiertos y se colocaba la servilleta al cuello, que tomaba cognac “Gutie” y fumaba puros, lo que no hacía cualquier campesino. Esto porque se crió con hijos de hacendados y sirvió a varios de ellos. Ahí es donde la historia y algunas personas tratan de enredarlo con Ignacio de la Torre y Mier, dueño de la hacienda de Tenextepango, yerno de Porfirio Díaz, el mismo que lo libera en 1910 de la cárcel de Cuernavaca, donde se encuentra Zapata por participar en un acto a favor del partido antirreeleccionista que apoyaba a Patricio Leyva y estaba en contra del cacique Pablo Escandón, compadre y favorito de Don Porfirio. Quizá por ello en su libro, escritor e historiador además de bisnieto o tataranieto del presidente oaxaqueño, Carlos Tello Díaz, describe un Zapata cruel y sanguinario. El libro se llama algo así como “Historias de Familia”. (El gusto de leer y regalar libros a amigos y familiares nos evita contar con precisión los detalles, pero busquen a Carlos Tello Díaz en el internet y encontrarán un Zapata diferente a la percepción de los libros escolares). Alguna parte dice que cuando Ignacio de la Torre y Mier pidió a su suegro Porfirio que liberara al caballerango Zapata, el presidente le contestó que tuviera cuidado “porque es un indio ladino y taimado”.
De la Torre y Mier es un personaje al que envuelve un halo de misterio, porque además de las habladurías de la época narradas en crónicas sociales en los diarios, fue protagonista principal en la famosa redada de casi finales de 1909 o 1910 en un antro de la colonia Condesa, donde capturaron a “Los 41” aunque en las crujías de comisaria solo había cuarenta. El otro lo dejaron ir porque era el esposo de Amadita Díaz, la hija menor y consentida de don Porfirio. Un dato no confirmado es que en el acta policial, aparecía entre los detenidos un “señor Zapata”. A De la Torre le escurría el rímel y llevaba un vestido francés de moda, con zapatillas del ocho y medio. Luego fue preso por participar en el asesinato del presidente Francisco I. Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez, alquilando los autos en que los mató un grupo armado al mando de un mayor llamado José Cárdenas, a propósito oriundo de Jiquilpan, Michoacán, capturado tiempo después en Guatemala.
A Ignacio de la Torre sirvió Zapata antes de enrolarse abiertamente en la Revolución y tiempo después, el morelense entrando triunfal a la ciudad de México con sus tropas a encontrarse con Francisco Villa, un grupo de personajes de la aristocracia capitalina, casi con exigencias, le solicitó a Emiliano que liberaran a Ignacio de la Torre, preso en la penitenciaría de la Ciudad de México, como el propio hacendado lo hizo con él en la cárcel de Cuernavaca. Mascullando, Zapata lo hizo, pero no se los entregó, dio la orden que lo subieran al ferrocarril, hasta atrás, con “la tropa”. El mismo libro de Tello Díaz relata que los amigos de don Ignacio acudieron al estado de Morelos, cerca de Puebla y pidieron a Zapata el perdón para el aristócrata caído en desgracia. “¡Llévenselo, pero no quiero saber que está en México, porque los mato con él!”. Dicen que gravemente enfermo, lo trasladaron a Veracruz y ahí lo embarcaron en un vapor hacia la ciudad de Nueva York, donde fue internado de urgencia e intervenido de hemorroides. Ahí murió Ignacio de la Torre, desangrado. Dicen que la causa fueron los abusos en el “vagón” de la tropa zapatista.
Bueno, el ocho de agosto nació Emiliano Zapata Salazar. Estas versiones y cientos o miles más las encontraremos en el pasado y seguro en el futuro.