La diminuta cárcel de la Ayudantía Municipal de Chalcatzingo ha sido cubierta con un enorme portón de acero, pero aún conserva las mismas rejas que aquella noche de septiembre de 1994, no pudieron impedir que una turba sacara a tres de los cuatro hombres acusados de “intentar llevarse una niña” y los lincharan en la cancha de básquetbol.
Después de 30 años y cinco meses de aquel fatídico hecho, regresamos al municipio que alberga la zona arqueológica de fama nacional (y que pronto podría ser patrimonio de la humanidad), y no pudimos resistir la tentación de pasar por el zocalito de Chalcatzingo donde estuvimos cubriendo el linchamiento de tres hombres cuyos cuerpos quedaron esparcidos entre las dos canchas.
Es inevitable experimentar un “Deja Vú” de aquella escena dantesca cuya fotografía apareció al otro día en El Universal y La Unión de Morelos: un cuerpo yacía en el piso con el rostro destrozado de un escopetazo mientras una cuerda rodeaba su cuello y subía hasta la canastilla de básquet.
Al principio interpretamos que había sido colgado, pero después los propios lugareños nos lo aclararon: la idea era colgarlos haciendo pender su cuerpo de la canastilla, pero era tal la golpiza que recibían que ya no llegaban vivos al improvisado cadalso, por lo que decidían rematarlo poniendo el cañón de la escopeta en su boca y accionando el gatillo. Por eso a los tres les faltaba la parte superior de la cabeza.
Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. El radio policiaco que acostumbrábamos a traer los reporteros de nota roja comenzó a tener una actividad inusual. En clave, las radioperadoras hablaban de persecución, de muchedumbre, de alerta roja, y de tres muertos.
Con apenas unos meses de estar como reportero de seguridad pública en El Universal Morelos, preferí asegurarme de no estar interpretando mal el uso de las claves, así que le hablé al veterano de los “notarrojeros”.
-Mario, ¿estás estas escuchando lo mismo que yo?
-Sí Jesús. Hay un linchamiento en Chalcatzingo, ya mataron a tres- contestó don Mario Tamez, a quien apodábamos “Macro”.
De inmediato pasé el reporte a mi jefa, Leticia Isidro, quien me dijo que tenía dos opciones: hacer la nota con los datos que consiguiera por teléfono, o acudir al lugar de los hechos “bajo tu propio riesgo”. Si conseguía un vehículo El Universal se encargaría de la gasolina y las casetas.
¿Dónde encontrar un loco con vehículo que quisiera sacrificar su noche de domingo para ir a cubrir un triple homicidio? Me acordé de mi amigo Agustín Olais, quien trabajaba como editor en el recién fundado periódico La Unión de Morelos.
Le hice la propuesta y aceptó de inmediato. Una hora más tarde, su famoso vocho negro cruzaba a toda velocidad el libramiento de Cuautla y enfilaba hacia la carretera a Izúcar de Matamoros. La falta de “Google Maps” (ni teléfonos celulares había) provocó que nos pasáramos la entrada a Chalcatzingo, lo que nos dimos cuenta al ver un letrero en la oscuridad que rezaba “Bienvenidos a Puebla”.
La presencia de un grupo de granaderos en el crucero de Amayuca nos indicó que estábamos cerca. Enfilamos por la carretera a Axochiapan y tomamos por una calle muy angosta que en la que no había una sola lámpara de alumbrado público. Así recorrimos alrededor de un kilómetro que parecía un túnel hasta que vimos luces al final de éste.
Eran lámparas de pilas que nos apuntaban, lo mismo que algunas escopetas que portaban un número indeterminado de hombres y mujeres.
Después supimos que, tras cometer el acto de “justicia por propia mano”, el ayudante municipal de nombre Nahum les advirtió que debían permanecer juntos, ya que era posible que los familiares de los muertos -procedentes de un pueblo vecino llamado Huazulco- quisieran tomar venganza, o bien, que las autoridades entraran en busca de los responsables de los homicidios.
Por cualquier cosa que llegara a pasar, debían permanecer juntos, por lo que aquello se convirtió en una velada para los pobladores, que prendieron fogatas y siguieron tomando aguardiente, como lo habían venido haciendo desde la tarde. De hecho, el linchamiento se podría atribuir a que, cuando alguien gritó que se habían llevado a una niña en un taxi, la persecución, detención y posterior linchamiento, lo hicieron porque estaban todos borrachos.
Afortunadamente su estado de ebriedad no hizo que tomaran presos a los dos jóvenes reporteros que iban a bordo del vocho negro. Después de revisar nuestras pertenencias (recuerdo bien al hombre de tez morena tratando de entender cómo funcionaba ese extraño aparato que llamábamos “Biper”), y nuestras credenciales, nos dejaron pasar. Un reportero que había llegado antes, Fernando Baltazar, al que conocí un año antes cuando él trabajaba en Comunicación Social de la UAEM, fue quien avaló que éramos periodistas.
Una comitiva de hombres y mujeres nos acompañó a tomarles fotografías a los tres cadáveres, dándonos su versión de lo que había ocurrido. Estaban convencidos de que habían hecho lo justo, y así tuvimos que reflejarlo en nuestro reporte en el único teléfono público que había en el pueblo. Cualquier insinuación de que los pobladores de Chalcatzingo habían cometido un asesinato amparados en la figura de “Fuenteovejuna”, hubiese tenido consecuencias fatales.
La tienda que servía de caseta telefónica sigue ahí. Se llama “Abarrotes La central”, y está ubicada en pleno zócalo, frente a las canchas de básquetbol que hoy lucen totalmente cubiertas con techumbres.
Después de pasar una noche en vela, con el sol del nuevo día llegaron las autoridades a hacer el levantamiento de los cadáveres. Pero no hubo ningún protocolo. Los empleados del Servicio Médico Forense (Forense), subieron los cadáveres en camillas (recogieron los pedazos de cerebro que estaban esparcidos en el suelo) y en menos de media hora había terminado la diligencia. No hubo preguntas, mucho menos detenidos. Así como entró el convoy de patrullas y vehículos de Semefo, así salió por la misma calle, y atrás el vocho negro con unos asustados reporteros que tuvieron una experiencia que no olvidarían en su vida.
Por cierto, el regreso a Chalcatzingo tres décadas después, se debió a que fuimos a atestiguar la entrega formal de la pieza arqueológica denominada “Portal al Inframundo” a esta comunidad de Jantetelco, que regresó a su hogar después de más de 60 años de ausencia.
Este monolito olmeca fue robado en la década de 1960. Tras años de investigación y mediante un proceso legal, entre autoridades de México y Estados Unidos, se logró su repatriación en 2023, permaneciendo en el Palacio de Cortés, hasta el pasado miércoles 12 de febrero que fue trasladado a su lugar de origen.
HASTA MAÑANA.