El luto obviamente se debe al asesinato reciente y aún sin esclarecer, de mi amigo René Orta Salgado, quien hasta hace unos meses escribía en El Sol de Cuernavaca. También se debe al cobarde crimen que acabó con la vida de la periodista Regina Martínez y otros cuatro compañeros en el estado de Veracruz.
Pero más que eso, el luto y la protesta es por los últimos acontecimientos ocurridos en nuestro estado que han afectado al sector más indefenso de la sociedad: los niños.
Mi luto y mi indignación es por el cobarde asesinato de José Ángel, de cuatro años de edad, nieto de Petra Benítez, en el municipio de Jiutepec. Por el deleznable secuestro y asesinato de Jair Méndez “Bam Bam” hace unos días en el municipio de Cuautla.
Considero que si de suyo es infame privar de la vida a alguien, no alcanzan los adjetivos para definir un acto en el que se atenta contra seres indefensos que apenas comenzaban a vivir.
Y la protesta no es tanto contra las autoridades que no han podido brindarnos la seguridad que establece la Constitución, sino contra la llamada Delincuencia Organizada.
Aun entre los delincuentes existían códigos como es respetar a la familia, no matar inocentes. Pero hoy ya no respetan nada.
Ya en una ocasión comenté aquí mismo que el grito de “Estamos hasta la madre” que adoptó la sociedad del discurso del poeta Javier Sicilia no fue la única, sino la más publicable. Hubo otra frase, dicha desde el fondo de su corazón con la impotencia de no volver a ver a su hijo Juan Francisco y dirigida a quienes lo mataron y siguen matando inocentes: “Ya párenle hijos de la chingada”.
Hoy, me uno a ese reclamo.
LA CRÓNICA GANADORA
A petición de algunos amigos, reproduzco a continuación la crónica, publicada primero en La Unión de Morelos y después en la revista “Sólo para Abogados”, que me permitió obtener el Premio Estatal de Periodismo:
Un día de visita en el Penal de Atlacholoaya
Después de media hora de hacer fila y quince minutos de revisiones y registros, camino por los estrechos y oscuros pasillos de la mole de concreto hasta que aparece una luz al final del camino y paso la última garita donde sólo se muestra la ficha y se registra uno por enésima ocasión.
Apenas ha traspasado el visitante la reja de acceso al “Centro de Convivencia” cuando ya un interno se ofrece solícito a conducirlo hasta el otro lado donde están los reclusos. Pareciera como si tuvieran un olfato especial para detectar a los que visitan por primera vez el Penal de Atlacholoaya.
El “Centro de Convivencia” es un terreno de unos mil metros con una construcción al centro y el resto es un enorme jardín, circulado por malla ciclónica, de tal manera que desde ahí se puede observar gran parte del llamado “Cereso”.
Camino tras el guía y observo familias enteras en torno a las mesas llenas de “topers” y botellas de plástico a la sombra de los árboles. Hay chicharrón, tortillas, frijoles, salsas y hasta pápalos.
Apenas hemos recorrido unos 30 metros cuando el guía da por terminado su trabajo y me pide “lo que sea su voluntad”. Cuatro pesos por llevarme de la entrada hasta el área donde están todos los internos en sus labores cotidianas.
Ahí, un grupo de jóvenes con una tela adhesiva pegada en el brazo (como capitanes de un equipo de futbol) con la leyenda “estafeta” se encargan de ir a llamar al visitado. Desde antes de que uno llegue a la malla ciclónica ya le están preguntando “a quién hay que llamar” al estilo de los “valet parking”.
Doy el nombre de la persona que voy a visitar y lo anotan. De inmediato el estafeta sale corriendo y regresa en unos minutos con un “ya viene”, para después seguir ofreciendo sus servicios: “A quien le traigo jefa; a quién hay que llamar”.
La espera es aprovechada por un joven que me ofrece con insistencia unas plumas adornadas con hilos de colores que se cuelgan al cuello. Apelando a mi compasión, me dice que no tiene quien lo visite y que su única forma de ganarse unos pesos es vendiendo esos productos. Termino por comprarle la pluma y de inmediato se me acercan otros vendedores para ofrecerme todo tipo de artesanías.
Llega la persona que me invitó a que la visitara en el Penal y pago al estafeta. Buscamos una mesa desocupada pero no hay. Por fin vemos una con dos sillas. Nos sentamos, pero de inmediato llega un joven interno de ojos claros en cuyo pecho asoma un enorme tatuaje. “Lo siento mi jefe, pero está apartada”, dice. Mi anfitrión reclama y el muchacho ofrece prestarnos su mesa a cambio de una módica cantidad. Incluso, se acomide a ir por los refrescos y saca un trapo mojado con el que limpia la mesa.
Mientras llega con una jarra de agua de melón y una coca cola, otro interno se acerca e intenta hacernos la plática, sólo para justificar su petición de una moneda porque también no tiene quién lo visite. Le regaló una moneda y se va feliz, no obstante la advertencia de mi anfitrión: “Si sigue regalando dinero no va a terminar nunca”.
Ya sólo acepto pagar cinco pesos por una boleada de zapatos y unas papas fritas de seis pesos.
Aquello se asemeja mucho a la Alameda de la Solidaridad o cualquier otro parque público. Hay vendedores ambulantes que se pasean ofreciendo dulces, papas, globos. Algunos visten ropa amarilla, otras color beige, según su estatus de sentenciados y procesados, respectivamente, pero todos tienen que pagar un permiso para poder estar ahí, ya sea como “estafeta”, vendedor, o los que piden una moneda sin hacer nada.
En medio del pasto hay dos alberquitas de fibra de vidrio enterradas, donde media docena de niños en calzones juegan en el agua totalmente color café. En una esquina, otros se divierten en un juego “como los que hay en Mac Donalds”.
Dentro de la construcción no hay una sola mesa vacía. Todas están llenas de familias de todos los estratos sociales. Ahí también hay puestos de frutas y jugos, una dulcería y todo tipo de productos para niños. Pero la que más vende es la tienda principal, “propiedad del patronato” dicen, donde se puede encontrar prácticamente de todo.
Duetos y solistas armados con guitarras y uno que otro acordeón recorren las mesas ofreciendo sus servicios o pidiendo una moneda después de interpretar una ronda de canciones. Me llama la atención un hombre de avanzada edad que es ciego y lo acompaña un joven como su lazarillo. Me quedo con la duda de qué delito pudo haber cometido este anciano y si su acompañante es su pariente o sólo compañero de prisión.
Mi anfitrión y yo damos un recorrido por el centro de convivencia. Las mallas ciclónicas nos permiten ver que, para los que no tienen la suerte de recibir visita en sábado o domingo, la vida tras las rejas es como cualquier otro día.
Hay varias parejas que buscan algo de privacidad pero no la encuentran. Se pasan todo el tiempo abrazados, nostálgicos, como queriendo detener el tiempo y que no llegue la hora en que las visitas se tienen que ir.
En la parte de atrás encontramos el restaurante “V.I.P.” del Penal. Sobre un asador de carbón reposan unas suculentas piezas de pollo mientras en el otro extremo una señora prepara gorditas y quesadillas. Las mesas lucen unas sombrillas de coca cola color rojo que parecer ser muy nuevas, y los encargados o propietarios reciben al cliente con la misma atención que en cualquier restaurante de Cuernavaca.
Así transcurre un día de visita normal en el Penal de Atlacholoaya. El sol está en todo lo alto y es hora de retirarse. Los gritos de dos jóvenes con la cara malamente pintada de rojo y negro anuncian que comenzará la función de payasos para las decenas de niños que disfrutan –y mucho- un día en la cárcel.
Me despido de mi amigo interno y enfilo otra vez hacia los lúgubres túneles de acceso.
Al final, hago mi cuenta de gastos:
Guía y estafeta: 9 pesos; una mesa con dos sillas, 10 pesos; medio pollo al carbón 70 pesos; una jarra de agua 13 pesos; una coca cola ocho pesos; una pluma de recuerdo, 10 pesos; una boleada de zapatos 5 pesos; una papas fritas, 6 pesos; propina, 10 pesos… el poder abandonar la cárcel en el momento que uno quiera, eso no tiene precio.
CAMBIOS EN PROCURADURIA Y CONTROL VEHICULAR
El pasado martes en las oficinas de la Dirección General de Control Vehicular , tomó posesión como titular oficial de dicha dependencia, el comandante Javier Ríos Enríquez, quien se desempeñaba como subdirector de la misma, mientras que como su segundo de abordo fue nombrado José Luis Guarneros Altamirano, quien hasta hace unas horas fungía como delegado en Yautepec.
Cabe destacar que el comandante Ríos Enríquez, cuenta con una amplia trayectoria pues inició en la Dirección de la Policía de Tránsito Estatal en 1994, bajo el mando del comandante Salvador Pliego Garduño, y durante varios años laboró como oficial motociclista; posteriormente fue nombrado jefe de la Mesa de Infracciones en la Policía de Tránsito Metropolitana, luego pasó a ser jefe de sector con Víctor Hugo Valdez.
También estuvo como jefe de la Revista Mecánica y por órdenes del comandante Víctor Mercado, fue capacitado como perito en la mesa de placas, además de que estuvo como delegado en Control Vehicular en Yautepec, luego en Jojutla y finalmente fue nombrado subdirector de la misma dependencia, en lugar de su ex jefe Eduardo Galaz.
Desde hace dos meses venía fungiendo como encargado de despacho de la Dirección General de Control Vehicular en sustitución de Fernando Manrique Rivas, pero finalmente el martes fue designado oficialmente como titular.
Mientras tanto, en la Procuraduría de Justicia fue nombrada Gabriela Tlalpa Castro, como subprocuradora General de Justicia de Morelos, quien hasta hoy se desempeñaba como directora general de Investigaciones y Procesos Penales de la Zona Metropolitana, cargo que ahora el procurador estatal, Mario Vázquez Rojas, designó a Norma Natividad Hernández Hernández, para así iniciar el proceso de reestructuración de la institución.
“Son las personas idóneas, con experiencia, conocimientos, preparación, constancia y profesionalismo, son personas institucionales, honradas, dispuestas a trabajar a cualquier hora y esos son los méritos que debe tener una persona dentro de la Procuraduría General de Justicia”, así se expresó el fiscal del estado de las servidoras públicas.
Cabe destacar que la licenciada Gabriela Tlalpa Castro es egresada de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, con una trayectoria de 20 años en la administración pública y cinco de ellos en la Procuraduría General de Justicia de Morelos, ocupando cargos como directora general de Averiguaciones Previas, visitadora general y directora general de Investigaciones y Procesos Penales de la Zona Metropolitana.
Norma Natividad Hernández Hernández es egresada de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, ha sido agente del Ministerio Público, subdirectora de Derechos Humanos de esta dependencia, subprocuradora de la Defensa del Menor y la Familia y subdirectora de Agencias Foráneas, entre otros nombramientos
HASTA EL PRÓXIMO VIERNES
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