La presión para reformar el sistema educativo proviene del mercado internacional, donde el desempeño de la educación está incluido ya como un indicador más del desarrollo y la competitividad económica. Pero también es una variable de política interna desde que en el país se organizaron, como grupos de presión e interés, sectores de la sociedad civil y de los empresarios.
Es por ello que durante las campañas los candidatos presidenciales han tenido que profundizar en su análisis y propuestas sobre la educación. No es una política pública que pueda seguir dejándose a la inercia o a la burocracia de carrera. Sus dimensiones y complejidades de carácter global, pero también presupuestal, de gestión en el marco federalista y, por qué no, político, requieren de una atención especial. De carecer el próximo presidente de un programa educativo modernizador al inicio de su gobierno, al término de su sexenio se habrían perdido prácticamente dos décadas en el ámbito educativo.
En este contexto de urgencia, una decena de ONG dedicadas a temas de educación elaboraron un cuestionario a los candidatos presidenciales y publicaron las respuestas en un cuadro comparativo en la prensa. De los cuatro, sólo Andrés Manuel López Obrador no respondió. O quizás sí respondió en su peculiar estilo, asumiendo que con sólo mencionar al ex rector de la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, ya dice todo lo que tiene que decir de la complejidad educativa en el país.
Entre las principales preguntas planteadas por estos líderes cívicos y empresariales a los candidatos presidenciales, destacan por su intencionalidad política las siguientes: 1a) “¿Qué propuesta contempla para redefinir el ámbito de competencias entre la autoridad y la dirigencia magisterial para devolverle al Estado mexicano la rectoría sobre la política educativa?”; 1b) “¿Derogará el decreto presidencial de 1946 y reformará la Ley General de Educación?”, y 2) “¿Cómo hará usted para que el SNTE se dedique sólo a defender los intereses laborales de sus agremiados y el Estado asuma plenamente su responsabilidad para con la educación pública?”.
Las preguntas encierran el propósito evidente de responsabilizar exclusivamente al sindicato de maestros por el estado que guarda la calidad educativa. Pero también de ir más allá, e intentar que el sector privado influya directamente en la conducción de la política educativa del gobierno federal. En la pregunta 7 esto es más que claro: “¿Se compromete a fomentar y respetar el papel de la sociedad civil en la formulación, evaluación y seguimiento de la política educativa?”. Con excepción de los temas planteados en las preguntas 4 (examen de ingreso a las plazas docentes), quizás la 10 (la autonomía del Instituto Nacional de Evaluación de la Educación) y con salvedades la 6 (la escuela en el centro administrativo del sistema), todas las preguntas tienen que ver con la distribución del poder dentro del sistema educativo. Son temas de control y asignación de recursos, no educativos y menos aun pedagógicos.
Las respuestas concretas de los candidatos presidenciales (Peña Nieto, Vázquez Mota y Quadri de la Torre) son importantes por los matices que sí logran introducir respecto a su posible trato futuro con el SNTE —el principal actor de cualquier reforma educativa en el país—. Pero el solo hecho de que se restrinja (y desvíe) el debate sobre la política educativa a un ajuste de cuentas con los maestros, socava la viabilidad de la reforma estructural de la educación. Si los empresarios y líderes cívicos logran llevar al próximo presidente a una ruta de colisión con el SNTE estarían cancelando la posibilidad real de lo que dicen tener como prioridad: la mejora en la calidad educativa de nuestro país.