Hace unas semanas, los habitantes de mi calle en Cuernavaca, Morelos, enfrentamos un problema grave: el suministro de agua se interrumpió por completo. Aunque el servicio no es diario, ni siquiera en los días programados llegó una sola gota durante casi cuatro semanas. Frente a esta situación, las y los vecinos decidimos presentar denuncias ciudadanas al Sistema de Agua Potable y Alcantarillado de Cuernavaca (SAPAC). Sin embargo, la respuesta fue siempre la misma: “mañana les cae agua”. Y así, una promesa tras otra, pasaron semanas sin solución.
Gracias a la persistencia de varios vecinos y vecinas que pudieron acudir personalmente a las oficinas de SAPAC, un día llegó el ingeniero encargado de la dirección de obras del municipio acompañado del representante de la empresa contratada para la rehabilitación de la tubería en una calle cercana. Fue entonces cuando descubrimos el problema.
El proyecto de cambio de tubería, dividido en tres etapas, debía haber concluido en la última fase, permitiendo el restablecimiento del suministro. Sin embargo, al revisar, notaron que no llegaba agua a nuestra calle. Fue gracias a uno de nuestros vecinos, residente de esta zona por más de 50 años, que se identificó el verdadero problema: en la esquina de nuestra calle existe una toma de agua que no fue incluida en los planos entregados a la empresa contratista.
La línea vieja, a la que nuestras casas estaban conectadas, había sido deshabilitada al instalar la nueva tubería. En consecuencia, nunca íbamos a tener agua mientras no se resolviera este error. Una vez identificado el problema, procedieron a conectarnos a la nueva red, solucionando el inconveniente.
Más allá de reflexionar sobre la crisis del agua y las deficiencias institucionales, quiero centrarme en cómo habitamos nuestras ciudades. Como oriunda de un pueblo en el sureste de Morelos, he vivido en varias ciudades, y en esta misma, Cuernavaca, he cambiado de residencia tres veces. Sin embargo, ha sido ahora, en esta calle, cuando realmente he hecho comunidad.
Por primera vez, he interactuado más con mis vecinos y vecinas, no de forma tradicional, como compartir café o prestarnos azúcar, sino a través de un grupo de WhatsApp. En este espacio digital, hablamos de temas como la seguridad y el agua, lo que nos ha permitido ganar confianza y reconocernos como habitantes de un mismo espacio. Esta experiencia, que llega tras 20 años de vivir en esta ciudad, se debe en gran parte a que muchas personas de esta colonia son propietarias, y hacen el esfuerzo de integrarnos a quienes rentamos.
Cuando no nos sentimos parte del territorio que habitamos, tendemos a aislarnos y dejamos de involucrarnos en los problemas locales, esperando que otros los resuelvan. Esto hace que me plantee las siguientes preguntas: ¿cómo sentirnos parte del lugar que habitamos, incluso si es temporal? ¿Cómo mantener y transmitir el conocimiento que no aparece en los planos? ¿Cómo hacer todo esto en medio de una jornada de trabajo o de vida escolar que ocupa la mayor parte de nuestro día a día?
Los grupos vecinales virtuales son una herramienta valiosa en este contexto, pero sería ideal recuperar la convivencia presencial. Es en la oralidad, en las charlas cara a cara, donde se reconstruye la historia del lugar y se valora el conocimiento de quienes llevan más tiempo habitándolo. En esta época decembrina, las posadas son un buen pretexto para conocer y conectar con quienes residen en los vecindarios.
Otra forma de propiciar encuentros con las y los vecinos son las “bibliotecas humanas” que consiste en platicar con personas con las que habitualmente no convivimos para escuchar sus historias personales, mismas que estarán eminentemente atadas a los espacios que hemos habitado. Esta iniciativa busca impulsar el diálogo, reducir prejuicios y promover la comprensión mutua.
Estas acciones son una manera de sumarse al rumbo de la sustentabilidad, pues se contribuye al Objetivo 11 de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) que plantea conseguir que en todas las ciudades se tenga acceso a viviendas, servicios básicos y medios de transporte adecuados, asequibles y seguros, especialmente para las personas en situación de vulnerabilidad. Además, fomenta la reducción del impacto ambiental en espacios citadinos, así como el crecimiento de zonas verdes y espacios públicos seguros e inclusivos. Asimismo, pone énfasis en la mejora de las condiciones de vida de la población que habita barrios marginales.
El ODS 11 propone, precisamente, que la urbanización inclusiva y sostenible se haga con la participación de la ciudadanía; por supuesto, lo deseable sería que la voz de la población se contemple desde la planeación y no hasta que el problema nos atraviese de forma directa.
La cercanía vecinal fortalece la organización colectiva para enfrentar problemas comunes. El eco colectivo de nuestra voz ante las autoridades promueve también la implementación de políticas públicas inclusivas, resilientes y sostenibles, tal como lo plantea el Objetivo 11. En comunidad, podemos transformar nuestras ciudades sin olvidar las historias que se van compilando con el paso del tiempo.