Durante el primer verano de este milenio, el presidente estadounidense Bill Clinton anunció al mundo, desde el salón este de la Casa Blanca, la elucidación de la secuencia del genoma humano; esto es, del instructivo genético que determina las características de un ser humano. Este texto consta de tres mil millones de letras, escrito en un código criptográfico de sólo cuatro letras. Acompañando al presidente estaban los doctores Francis S. Collins y Craig Venter, líderes de dos grandes equipos de científicos que llevaron a cabo dicha secuenciación. En su discurso el presidente mencionó: “Hoy estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida. Estamos aún más asombrados por la complejidad, la belleza, y la maravilla del don más divino y sagrado de Dios.”
Francis S. Collins hace un recuento de ese día en su libro El Lenguaje de Dios (Free Press, Simon & Schuster, N.Y., 2006, 305pp.), cuyo título ha sido mal traducido al castellano, como La palabra de Dios, o bien ¿Cómo habla Dios? Francis Collins es uno de los investigadores más importantes en genética humana, pues no sólo fue el director del Proyecto Internacional del Genoma Humano sino que, quizá de manera más relevante, contribuyó a identificar el gen responsable de la fibrosis quística, abriendo con ello la posibilidad de la medicina molecular o genómica. Es por ello que es muy interesante que Collins, en su libro, relata cómo siendo ateo se convirtió en un creyente firme de Dios y en sus bondades, defendiendo la posición de que la ciencia y la religión no son excluyentes, sino que pueden convivir en un individuo y en una sociedad. Collins aclara que no recibió una instrucción religiosa de niño, sino que simplemente creció en un ambiente de libres pensadores.
Me pareció importante comentar este libro por dos razones. La primaria es que la relación entre la ciencia y la religión es un problema fundamental de la cultura humana, de donde se gestarán muchas decisiones que afectarán el destino de la civilización. Por ello considero que sería deseable llegar a escenarios en donde se armonicen los diferentes puntos de vista, y no sólo prevalezcan los extremos estridentes que promulgan una visión netamente religiosa o puramente científica, como lo señala atinadamente Collins en su texto.
La otra razón es una anécdota personal, ocurrida precisamente cuando se anunció la secuenciación del genoma humano, ya que me invitaron a participar en un seminario de bioética en la Ciudad de México, a fin de que comentara sobre las implicaciones de dicho descubrimiento. Al sentarme en el auditorio, acompañado de una gran colega la Doctora Julia Tagüeña, con quien comparto la convicción sobre el valor cultural de la ciencia y quien tenía otra ponencia a su cargo, al mirar por atrás de mi hombro izquierdo, me di cuenta de quién era el ponente que me seguiría: un prelado de la iglesia católica mexicana, doctor en teología, que venía acompañado por un grupo de colegas sacerdotes. No estaba preparado para esta situación, por lo que durante mi conferencia, al estar hablando sobre las maravillas de la evolución de los seres vivos y de sus marcas en el genoma humano, mi mente en un carril paralelo buscaba argumentos que me salvaran de la hoguera eterna, que bien podría haber sido encendida al terminar mi presentación. Es así que sólo pude balbucear al final: “Ciertamente, la existencia de la evolución es una prueba contundente de la existencia de Dios.” Afortunadamente me salvé, porque la presentación del prelado fue por demás congruente con los avances de la ciencia y terminamos de manera muy cordial. Muchos años después, supe que el entonces papa Juan Pablo II proclamaba una visión conciliatoria con la evolución y la ciencia. De cualquier manera, esta experiencia empezó a estimularme a pensar en este tema fundamental.
Collins enfoca su discusión en dos fenómenos de la naturaleza: el inicio del universo (el Big Bang) y la evolución de los seres vivos. En cuanto al Big Bang, comenta la gran dificultad de entender la creación de todo en una infinitésima parte de segundo. Referente a la evolución, menciona el reto intelectual que ha implicado la comprensión de los eventos conducentes a la generación de la vida misma, con toda su complejidad, que ocurrieron después de la síntesis de algunas moléculas esenciales para la vida. Collins, sin embargo, señala el peligro de aducir al Dios de los Vacíos -en inglés The God of the Gaps- al cual se recurre cuando hay eventos que no se comprenden, pero que eventualmente podrían ser descifrados mediante los avances de la ciencia. Collins deja abierta la puerta en este sentido.
El autor nos presenta cuatro grandes escenarios: el Ateísmo y el Agnosticismo, en donde la ciencia prevalece sobre la fe; el Creacionismo, en donde la fe predomina sobre la ciencia; el Diseño Inteligente, en donde la ciencia requiere de la ayuda divina; o bien lo que él llama Bio-Logos -con la consecuente confusión con la palabra castellana- en donde la ciencia y la fe se encuentran en armonía. Es el último escenario el que Collins adopta de manera personal, como un convencido de la Evolución Teísta, en donde el proceso evolutivo se respeta en toda su dimensión, así como el origen del universo, pero aceptando que Dios creó el universo y las leyes naturales que lo gobiernan. Sólo así pudo él conciliar una serie de eventos cósmicos, geológicos y biológicos, con una muy baja probabilidad de haber ocurrido de manera concomitante, que han conducido a la vida humana en la tierra.
Podría pensarse por mi anécdota que yo comparto la Evolución Teísta. Debo confesar que a la fecha no tengo una posición nítida al respecto, pero aspiro a alcanzar la madurez necesaria para tener una mayor claridad. Lo que sí puedo decir es que cada día me asombro más con la compleja elegancia de la naturaleza, y me pregunto si habrá límites para la mente y espíritu humanos en el proceso de comprensión de la naturaleza. Creo que la palabra justa es humildad.