Recuerden ustedes que el operativo de los marinos se llevó a cabo en un conocido condominio situado cerca de la colonia Lomas de la Selva, en nuestra capital, el 16 de diciembre de 2009. Por todo lo ocurrido en Morelos a partir de entonces, podríamos considerar aquel espinoso asunto un parteaguas histórico a nivel local.
El tema generó el desgarramiento de vestiduras entre una clase política donde lo mismo pululan los novatos que expertos en acciones discrecionales provenientes de décadas de impunidad. Nadie en su sano juicio y con honesta memoria desconoce que algunas vertientes del crimen organizado prevalecieron en Morelos desde hace décadas. El escenario actual es el resultado de muchísimas acciones y omisiones, con protagonistas de cualquier sello partidista. Fuera máscaras.
Una de las manifestaciones de simulación escuchadas frecuentemente a partir de la defenestración de “El Barbas” es la “necesidad” de que nuestros ínclitos políticos se sometan a exámenes de control y confianza, al igual que quienes acuden por mandato legal a practicárselos en el Instituto de Capacitación, Evaluación y Profesionalización, dependiente del Secretariado Ejecutivo del Consejo Estatal de Seguridad Pública, cuyo coordinador es el general Alejandro Daniels Gaytán. Yo como Santo Tomás: hasta no ver no creer, porque el tema sigue siendo un argumento de impugnación dentro de una clase política hipócrita y proclive, insisto, a cometer corruptelas.
Es en tal contexto donde el diputado Luis Miguel Ramírez Romero, coordinador del grupo parlamentario del Partido Acción Nacional, informó ayer que en la siguiente sesión de la Mesa para la Reforma del Estado expondrá una propuesta para que quienes alcancen la calidad de candidatos a cargos de elección popular hacia los comicios de 2012, sean sometidos a un examen de confianza. El legislador recordó que la norma estatal en materia de seguridad pública “establece la figura del examen de confianza como un requisito previo para aspirar a un cargo policial, el cual incluye exámenes toxicológicos, psicológicos y patrimoniales, entre otros, mismos que serían también aplicados a todos aquellos a los que el Instituto Estatal Electoral les reconozca el registro como candidatos a un puesto de elección popular, desde regidor hasta gobernador”.
La propuesta de Ramírez Romero me remitió a la columna que escribí el 16 de abril de 2006, en la cual me referí al investigador y pensador uruguayo Oscar Bottinelli, conferencista sobre ciencias políticas en varias universidades latinoamericanas, quien establece gráficamente lo que es la vida pública y privada de nuestros funcionarios, políticos, politiqueros, politiquillos y politicastros sin concederles ninguna hipocresía. Sus reflexiones son importantes para nosotros en los actuales momentos de ebullición preelectoral y antes de decidir por quién votar el 1 de julio de 2012.
En la campaña proselitista correspondiente a los comicios del año próximo habremos de atender y analizar (en la medida de nuestras posibilidades) lo que hagan y ofrezcan los aspirantes a cargos de elección popular, pero sobre todo lo que se escriba o diga de ellos. Tendremos un compromiso con nosotros mismos y los demás miembros de la colectividad: conocer oportunamente si sufragaremos por servidores con auténtica vocación o por desquiciados que, una vez encumbrados y con poder, abusarán adoptando conductas peligrosas para la sociedad. Esto último no es nada nuevo, pues la historia morelense tiene registrados infinidad de ejemplos sobre sociópatas en el poder.
Bottinelli: “Los hombres públicos, las personas que actúan en el plano público, ¿por esa circunstancia carecen de vida privada? Esa vida privada ¿es parte de la vida pública, o hay determinada separación entre ambas, y en ese caso cuál es y dónde están los límites? Tiende a considerarse que los dirigentes políticos son aprobados o desaprobados por lo que hacen con su vida pública, por cómo actúan, cuál es su ética en función de lo público, y no por lo que hacen en su vida privada. No hemos tenido escándalos porque tengan una vida privada más o menos recatada, más o menos apegadas a determinadas cosas”.
Por abril de 2006 los mexicanos fuimos testigos de un escándalo alrededor de la familia de Arturo Montiel Rojas, ex gobernador del Estado de México, quien abandonó la lucha en pos de la candidatura presidencial del PRI después que trascendieron los pingües negocios de sus hijos y él mismo al amparo del poder en aquella entidad. Sin embargo, a pesar de que los medios nos dieron durante varios días pinceladas de tales abusos, repentinamente se acabó la campaña y ya no conocimos otras conductas de esa familia, muy probablemente ilegales.
Todo aquello, junto con lo sucedido desde 2009 hasta ahora, debe ser un acicate para nosotros ante el inminente proceso electoral, a fin de no cometer errores pasados. Los morelenses tenemos mucha experiencia al respecto. No somos ajenos al proceder de pésimos políticos y funcionarios públicos que, en más de una ocasión, torcieron el camino de honestidad prometido durante las campañas propagandísticas y se convirtieron en energúmenos, desequilibrados emocionales y potenciales criminales bajo la mínima presión. Hemos llegado al momento de que nuestros funcionarios y políticos sean juzgados como si estuvieran en una pecera. Es decir: deben estar conscientes de que se encuentran entre paredes de cristal y carecen de toda posibilidad de privacidad: todo lo que hace un político y su familia es parte de la vida pública.