“La labor policial, cuando se lleva a cabo con honestidad y eficacia, está entre las más sublimes vocaciones profesionales que se pueda tener”, dijo a los jóvenes. Y luego emitió la siguiente reflexión, de absoluta antología: “La profesión de policía debe ser un verdadero sacerdocio cívico de quienes están, incluso, arriesgando su vida al servicio de los demás”.
Tocante a las declaraciones vertidas por el jefe del Poder Ejecutivo Federal hay tela de donde cortar para rato, que en lo personal me sirven para comentar una investigación realizada por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) en el año 2008, la cual fue difundida el 30 de noviembre del mismo año en su portal de internet (www.cdhdf.org.mx). Aquel trabajo se llamó “La policía que queremos”, donde el ombudsman capitalino plasmó un diagnóstico sobre la cotidianeidad de la policía en la ciudad más grande del mundo y que, allá y entonces, en el contexto de los primeros 100 días de la “Alianza por la legalidad, la justicia y la Seguridad”, había sido declarada como la más insegura de todo el país, mientras la más segura era Mérida.
Aunque la investigación data de 2008, tiene plena vigencia el día de hoy. La CDHDF aplicó varios criterios para determinar cuáles eran los más graves problemas de la policía capitalina, resumiendo el análisis en cuatro conceptos: corrupción, condiciones de trabajo, cercanía con la ciudadanía y capacitación. El resultado de la indagación coincidió plenamente con lo expresado en noviembre de 2008 por Felipe Calderón Hinojosa respecto a la evaluación que durante nueve meses, a través de la Secretaría de Seguridad Pública Federal, se aplicó a alrededor de 53 mil policías municipales, de los cuales aproximadamente 26 mil resultaron “no recomendables” para el trabajo.
Dentro de la corrupción, los efectivos policíacos del DF reconocieron que existía el problema, pero responsabilizaron, en primer lugar, a sus jefes, a quienes se les debía entregar determinadas cantidades de dinero, todos los días. Asimismo, reconocieron la implicación de la ciudadanía, que acepta el otorgamiento de dádivas a los servidores públicos para evitarse molestias.
Tocante a las condiciones de trabajo, la corrupción va ligada, pues los agentes se quejaron por los bajos salarios, insuficientes para cubrir sus necesidades, ante lo cual se ven impelidos a extorsionar a los ciudadanos. Además, denunciaron lo que muchas veces se repite en todas las policías municipales morelenses: no reciben los implementos necesarios para su desempeño, desde el uniforme, hasta el arma de cargo. Muchas veces los policías deben pagar o conseguir con su dinero las herramientas de trabajo. Ni mencionar la pobreza de las instalaciones policíacas.
En torno a la cercanía con la ciudadanía, los policías sienten el deseo de trabajar eficazmente, pero paralelamente perciben el mal trato de la gente, plagada de desconfianza, ante lo cual proponen que se eviten las rotaciones constantes y se impulse un programa que logre el mayor acercamiento de los agentes con los ciudadanos. El problema es dual, pues la discriminación que sienten los policías entre la ciudadanía, inicia con los malos tratos entre altos mandos.
Finalmente venía el aspecto de la capacitación, frente a la lamentable realidad de los policías: no se sienten reconocidos, ni respetados como profesionales. Sin autoestima, son expuestos a las alianzas con la delincuencia organizada. Cuando son objeto de la capacitación se utilizan sus tiempos libres, de descanso. Obviamente, asisten obligados, fatigados y en condiciones académicas precarias.
Todo lo anterior me hizo recordar una excelente conferencia sustentada el 16 de mayo de 2000, en el auditorio de la Junta Local de Conciliación y Arbitraje, por el ex procurador general de la República, Antonio Lozano Gracia. Abarcó el tema de la creciente inseguridad pública nacional, implacable hoy once años después. Manifestó que la delincuencia organizada había ganado terreno dentro de las instituciones gracias a la corrupción entre policías y autoridades de todos los niveles de gobierno involucrados con el narcotráfico y bandas delictivas; independientemente de que a las corporaciones policíacas seguían ingresando sujetos identificados con la imagen cultural que la sociedad mexicana tiene de los policías: hombres y mujeres prepotentes, corruptos, agresivos, de escasa escolaridad, encubridores de delincuentes, con pistola al cinto, cinturón piteado y mentando madres.
He aquí una de las más significativas causas de la inseguridad pública a nivel nacional: haber justificado en todas las corporaciones una supuesta eficiencia con corrupción, lo cual tuvo un costo muy elevado porque provocó el resquebrajamiento de relaciones entre la sociedad y esos servidores públicos. En un principio, la ciudadanía empezó a perder el respeto a la autoridad representada por los policías, y después se siguió con todos los funcionarios y políticos. Es así como llegamos a la expresión presidencial del “sacerdocio cívico”. ¿Usted qué opina, amable lector?