Estamos a menos de un año para la elección del nuevo presidente de la República y el relevo de Marco Adame Castillo en la gubernatura local, pero aún observamos en el horizonte nacional y local grandes agravios irresueltos. La llegada de mandatarios emanados de un partido distinto al PRI entrañaba cambios fundamentales para la política, más allá del trastrocamiento de la lógica del viejo sistema, e implicaba la creación de un nuevo marco para la actividad política y gubernamental.
Antes de continuar con el tema de hoy déjeme reflexionar junto con usted respecto al cambio y sus implicaciones. Estoy refiriéndome a una de las características de nuestro tiempo. Pero el ritmo del cambio y su naturaleza específica son muy diferentes a lo largo y ancho del mundo. Según apreciamos, el cambio ha resultado traumático para determinados sectores de la sociedad mexicana y la morelense. En los últimos lustros, Morelos ha experimentado cambios dramáticos, muchos de ellos originados internamente, pero otros propiciados desde el gobierno federal. Todo esto creó un ambiente de profunda incertidumbre. La incertidumbre es uno de los productos que de manera inevitable acompañan al cambio en cualquier lugar en que éste ocurra. No obstante, la incertidumbre todavía se encuentra latente a un año de la gran elección.
Es importante señalar, asimismo, la diametral diferencia entre la incertidumbre que experimenta un mexicano y la que enfrenta un europeo o un norteamericano. La incertidumbre que aqueja a los mexicanos es distinta en naturaleza a la que enfrentan los habitantes de países democráticos y desarrollados. Para esas personas lo que cambia son las condiciones en las que llevan a cabo sus actividades, pero no el marco de referencia que establece las reglas básicas de su interacción social y de su relación con la autoridad. Cuentan con un marco de referencia que permanece esencialmente intacto. Dicho marco de referencia se refiere al Estado de derecho, a la protección que las leyes confieren, a la certeza de que existen mecanismos judiciales perfectamente establecidos para dirimir controversias y hacer cumplir los contratos. Además, esas personas cuentan con seguridad pública y la tranquilidad de saber que su sobrevivencia no está de por medio. Lamentablemente, eso mismo no le ocurre a un mexicano. Para muchos compatriotas, los cambios económicos de los últimos años han sido inmisericordes. Estos han ocurrido no sólo de una manera estrepitosa y devastadora -lo que se ha traducido en desempleo, pobreza y ausencia total de mecanismos de protección familiar-, sino en total ausencia de un marco de referencia confiable. En lugar de ese marco de referencia, lo que ha caracterizado al país en estos años es precisamente lo contrario: inseguridad pública, jurídica y patrimonial.
¿Por qué ha sido tan difícil extirpar de raíz esta problemática? La respuesta es simple: Entre los antecedentes tenemos la asfixiante maraña de lealtades y apoyos, así como la estructura gubernamental diseñada para generar este tipo de dependencia respecto al PRI y al gobierno. El resultado fue la recurrente beligerancia de infinidad de grupos demandantes que se comportan de la manera menos razonable posible. Morelos aún está plagado de estas circunstancias: burócratas negligentes, plantones, maestros paristas y en conflicto; los vividores del gasto público, políticos corruptos; transportistas implicados, junto con funcionarios anteriores, en hechos de corrupción; asesinatos, violación de garantías individuales, torturas, desapariciones forzadas, etcétera. En resumen: la impunidad por todos lados. Todos (los vividores del “sistema”) consideran que Morelos les debe la vida y que, por lo tanto, los demás debemos ajustarnos a su sistema parasitario. Ese fue el Morelos heredado por Estrada Cajigal en 2000 y Marco Adame Castillo en 2006.
Me parece que la impunidad va de la mano con la corrupción, pero los gobiernos priistas condicionaron a la población a actuar de esa manera. La esfera pública se caracterizó (y sigue caracterizándose) por una red de intereses que vivieron de explotar los poderes discrecionales con que cuenta el gobierno y la burocracia, de la indefinición permanente en prácticamente todos los rubros y, en suma, de las reglas “no escritas”. Y que conste: tal escenario se repitió en los pasados once años: Los gobernantes han concedido favores a cambio de lealtad. Así funcionó el sistema priista y así lo propugnaron, allende los comicios de 2000 y 2006, todos los grupos interesados en que las cosas no cambien y se mantengan iguales. Les conviene, pues.
Así las cosas no deben extrañarnos los resultados de importantes investigaciones, como una difundida anteayer por el Instituto Tecnológico de Monterrey, cuyo resumen es el siguiente: el 98.5 por ciento de los delitos cometidos en México quedan impunes. Según el informe, de los 7.48 millones ilícitos cometidos en el país en lo que va de año -tanto del orden federal como del común- únicamente se ha formulado una condena en relación al uno por ciento. Del total de delitos sólo se denuncia un 22 por ciento, lo que hace cerca de 64 mil denuncias. A su vez, de esta cifra únicamente un 15 por ciento se investiga, pero sólo el cuatro por ciento de ellas concluye, debido a la lentitud en la mayoría de los procesos y el incumplimiento de las leyes. Y el concepto de impunidad es el que hemos escuchado insistentemente los morelenses desde marzo hasta hoy, mientras la omisión empeora cada día.