Dicho escenario bélico sirvió para sacar al Ejército de sus cuarteles y exponerlo al peor desgaste de su historia, degradándole gran parte del prestigio obtenido a pulso frente a la sociedad mexicana durante décadas, por ejemplo como garante de nuestra soberanía y auxiliar en las catástrofes naturales. Al transcurrir los años posteriores y hasta hoy, los elementos castrenses, al igual que otros agentes adscritos a la Policía Federal Preventiva y la Procuraduría General de la República, fueron más allá de las atribuciones que les otorga la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanan, quebrantando no una, sino varias garantías individuales. Verbigracia, lo consiguieron a través de múltiples cateos ilegales.
Por lo anterior me llama la atención que, en respuesta a la Recomendación General 19 “Sobre la práctica de cateos ilegales” emitida por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la Procuraduría General de Justicia de Morelos se haya sumado a la campaña para “reforzar el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio e informar a la sociedad sobre los derechos que tiene, entre otros el de declarar como testigo en un proceso, y de los requisitos constitucionales exigidos para emisión y ejecución de una orden de cateo”. Aunque dogmáticamente la PGJ, encabezada por el jurista Pedro Luis Benítez Vélez, se adapta a la norma, la realidad demuestra que otras instituciones responsabilizadas de combatir al crimen organizado y a la delincuencia común no lo hacen.
A través de un comunicado oficial emitido ayer, la PGJ indica que “la institución coadyuva (mediante diversas acciones procesales) en el propósito de la CNDH de lograr que las autoridades ajusten su actuación en las funciones de investigación y persecución del delito con apego al marco constitucional y legal, y de esta forma garantizar el respeto de los derechos humanos y por consecuencia al ámbito de la vida privada personal y familiar”. Etcétera. Como conclusión de este tema recordaré el caso del prestigiado cardiólogo José Moreno Villanueva, quien hace unas semanas fue vejado y saqueado por elementos castrenses durante un cateo ilegal. Y ni qué decir respecto a lo acontecido en torno a Jethro Ramsés Sánchez Santana, joven asesinado gracias a los mismos abusos, en un caso que amenaza dormir el sueño de los justos, pero engrosando la enorme montaña de impunidad institucional que, definitivamente, se suma al manto protector de los propios criminales organizados. En fin.
Cambiando de tema recordaré cómo nos sentimos los cuernavaquenses entre el 16 y 17 de diciembre de 2009. Como muchos de ustedes saben, el 16 de aquel mes, alrededor de las 17:00 horas, comenzó un impresionante operativo a cargo de la Marina Armada de México en un lujoso condominio situado frente al hospital “José G. Parres” de la capital morelense, cuyo objetivo era capturar vivo o muerto (así fue) a Arturo Beltrán Leyva (alias “El Barbas” o “El jefe de jefes”), líder de uno de los principales cárteles de las drogas a nivel nacional. Más allá del tiroteo y el estallido de granadas, así como el sobrevuelo rasante de los helicópteros de la Marina, las redes sociales se llenaron de mensajes informando sobre balaceras por toda la ciudad que, sobra decirlo, nunca sucedieron. A la mañana siguiente prevalecía por todos lados -y así se percibió en el resto de la entidad- un clima de miedo e incertidumbre. Nunca antes la sociedad local había sido testigo de algo semejante, que para colmo le dio la vuelta al mundo en fracción de segundos convirtiendo a Cuernavaca en “un reducto del crimen organizado tolerado y fomentado por fuerzas estatales y locales de seguridad”.
Pero ese temor y la misma incertidumbre prevalecieron durante los meses siguientes, hasta llegar al famoso “toque de queda”, en abril de 2010, cuando las actividades económicas morelenses se frenaron ante la evidente demostración de un estado fallido. A todo lo antes expuesto debemos agregar muchos, muchísimos hechos relevantes del crimen organizado (degollados, colgados, desmembrados, balaceados, narcomantas, multihomicidios, etcétera), que paulatinamente condicionaron a la sociedad morelense para convivir con la violencia.
Es en este contexto donde me llamaron la atención las excelentes entrevistas realizadas por José Gil Olmos, reportero de Proceso, a especialistas en psicología clínica y social, contenidas en su trabajo titulado “En ciernes una depresión colectiva” (Proceso 1817 de este domingo). Hoy solo utilizaré parte de la charla con la doctora Verónica Martínez Solares, investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, quien, entre otras cosas, comentó: “Se están abriendo numerosas heridas y cunden los resentimientos, el malestar, el rencor, la desconfianza y los deseos de venganza. El miedo puede disparar muchas respuestas que legitimen inclusive acciones violatorias de derechos humanos (¿la ley de seguridad nacional?), que atenten contra las formas de convivencia democrática y desemboquen en formas de ‘justicia por propia mano’, que de justicia sólo tienen el nombre”.
Y advirtió: “La lógica del miedo es también una forma de dominación y control social muy poderosa. Causa parálisis social, confusión, aislamiento, amurallamientos, segregación, pero también pánico social, paranoia y fenómenos masivos. El miedo alimenta la pérdida de la identidad individual y social. Poco a poco vamos dejando de creer en la posibilidad de proyectos colectivos, lo que provoca una ruptura profunda en el tejido social: crece la desconfianza en los grupos y en las relaciones sociales. Genera impotencia, frustración y desesperanza para construir nuestra propia historia fuera de la violencia”. ¿Estamos llegando en Morelos a lo mismo de otras regiones mexicanas? Por ahora se ha contenido a los narcomenudistas, pero están cundiendo el asalto a mano armada, el secuestro y la extorsión por todos lados. De esto último acaba de dar cuenta la CANACO-Cuernavaca. No se vale.