Es impredecible. Simplemente llega como llegan las noticias o los golpes del destino. Impredecible y efímero, pero profundo. Vibrante, estremecedor. Su fugacidad es catártica y cuando a nosotros llega somos antes y después de él, jamás los mismos. Es una renovación instantánea que nos permite vislumbrar la paz en instantes, percibir la amplitud y hondura del paraíso. Así es, sin duda alguna, el estornudo.
No conozco a alguien que después de estornudar maldiga o mencione que lo hizo sentir mal –a menos que algo le duela, ajeno al hecho de estornudar, a menos que haya algo previo, perjudicial en su organismo-.
Al estornudar se es pleno, el gesto lo dice todo. Nada más fíjense en la expresión posterior y sabrán que una caricia divina, una sensación frondosa aconteció en el alma de alguien, saliendo por los pulmones.
A simple vista podemos identificar algunos tipos de estornudos: el levecito, una especie de siseo, frágil y amanerado, el social, que es expresivo pero moderado; de esos que al escucharlo, de inmediato y sintiéndolo, te nace decir “¡salud!” Y el ranchero, que más que estornudo parece una bravuconada, algo así como una expresión digna de insertarse en el coro de una canción bravía. Tiene un dejo de machismo y folclor rasposo que se oye más o menos como: “¡Achuujaaaaa!” y hay quienes todavía lo rematan: “¡Achuujaa…jajajáyyy!”, así es el ranchero. Sale del alma, va a los pulmones, retoza en el pecho, y se expande, desafiante.
Ah, se me olvidaba el metralleta o de repetición; proviene de aquel que estornuda en 4, 5, 6 o hasta 7 tiempos. Oír a alguien hacerlo es desesperante porque uno, con toda la educación –así nos han criado, o condicionado- al escuchar un estornudo en automático decimos “salud”, “salucita”, “Salustia”, o “¡Jesús!” y esperamos con igual rapidez se nos responda “gracias”. Pero estos individuos son dramáticos. Al terminar su “momento” quedan inmóviles, como en trance, haciendo una expresión contrita, y ya que suponemos estar fuera de sus pensamientos escuchamos de pronto las gracias, evanescentes.
Considero estornudar como los del segundo caso; una emisión que indica presencia y mesura; algo muy saludable que destensa y equilibra. Una sensación capaz de producir un suave y alargado optimismo. Un chapuzón en las aguas de la propia alma.
También estaba omitiendo a aquellos seres patológicos que por pena, o vayan ustedes a saber por qué, se aguantan las ganas del estornudo y lo reprimen, lo cortan de un tajo. Esto es criminal. Es pelearse, negarse a la divinidad. Es impedirle al cosmos que se manifieste a través de nosotros mismos; negarle al espíritu que se sacuda y confirme su vitalidad.
De manera natural el estornudo es espontáneo. Es incontrolable, no te puedes concentrar y llamar a las ganas de estornudar. Imposible. Pero, por fortuna, ya existe el estornudo inducido o artificial, que me causó extrema alegría: tomas un cerillo delgado, de los de palito con papel encerado, lo introduces cuidadosamente en el poro nasal de tu preferencia y lo mueves como un diminuto molinillo contra las paredes del mismo. El resultado es inmediato; un estornudo pleno y sonoro. Y si cuando te estás picando la nariz miras el sol o un foco de brillo intenso, el resultado es más placentero.