Bajo el Volcán

El Psicólogo de los muertos, de William M. Valtos

Adelanto de la novela, con autorización de editorial Océano

Cárcel de Rikers Island Nueva York

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Mi abogado me ha desaconsejado promover la publicación de este relato. Opina que cualquier beneficio económico que perciba engendraría prejuicios en el jurado de mi próximo juicio penal.

Además, cualquier manuscrito que envíe a una editorial dará pie a una citación inmediata por parte de la oficina del fiscal del distrito de Nueva York. El texto será cuidadosamente analizado para comparar discrepancias y contradicciones que podrán ser usadas en mi contra cuando testifique en mi propia defensa.

No obstante, he decidido arriesgarme, pues es la única manera de cumplir la promesa que le hice a Laura Duquesne.

Era su deseo que le contara al mundo qué le ocurrió realmente. Se trata de una historia que no se me permitirá relatar en su totalidad durante el juicio y que pese a ello requiere ser contada. He intentado reconstruir los hechos tal como se fueron sucediendo. Soy escéptico por naturaleza y psicólogo de formación. De todos modos, nada en mi educación me pudo haber preparado para los extraordinarios acontecimientos de los que fui testigo.

Theophanes Nikonos

1

La primera vez que vi a Laura Duquesne fue seis meses después de que muriera. Durante todo el camino desde Nueva York venía temiendo lo que me aguardaba. Normalmente, en casos como este, espero toparme con una gran desfiguración o al menos alguna marca dejada por los médicos que trataron a la víctima antes de que muriera.

Sin embargo, en este caso, en lugar de un cuerpo destrozado me encontré con una mujer preciosa que parecía acabar de quedarse dormida unos momentos antes de mi llegada. Yacía en una pequeña y oscura habitación, expuesta en mitad de ella como una pieza de museo. Una sábana blanca cubría su cuerpo, dejando solo su rostro a la vista. La palidez opalescente de su piel hacía parecer las sombras bajo sus ojos más oscuras de lo que en realidad eran. El intenso olor a antiséptico hacía las veces de perfume.

Mi linterna no descubrió ninguna causa visible de muerte, nada en su rostro revelaba el violento suceso que la había traído a aquel lugar de reposo. Merecía mejor suerte, pensé al tiempo que echaba un vistazo a mi alrededor, a la habitación por otra parte vacía. La tenían en un sótano, en un búnker de cemento. El agua debió haber calado a través de una grieta entre los cimientos y lo había impregnado todo de un desagradable tufo a tierra húmeda. Era un feo escenario para una mujer tan guapa como ella.

Sabía que podrían arrestarme por lo que estaba haciendo. Los encargados de la seguridad de la clínica me habían dado largas un rato antes. Negaron saber qué había sido de la señora Duquesne, tal y como me advirtieron que harían. En cualquier caso, venía desde muy lejos y necesitaba el dinero que me proporcionaría este trabajo, así que no estaba dispuesto a rendirme tan fácilmente. Regresé al anochecer, pasé junto a un guardia que dormitaba y bajé al búnker, donde mi tosco plano predecía que la encontraría.

Me incorporé ante ella para examinarla con más detenimiento. No ostentaba secuelas visibles ni cicatrices de puntos de sutura en el perfecto cutis de su rostro. No sobresalía ningún bulto extraño en las mejillas que sugiriera fracturas bajo la piel ni una equis delatora revelaba una traqueotomía practicada en la base de su esbelta garganta.

Mis ojos expertos examinaron el contorno del nacimiento de su cabello, donde la frondosa melena rubia pudiera haber ocultado cualquier deformidad. No hallé nada.

Las heridas deben ser internas, pensé, todavía sin creerme el sorprendente buen estado en el que encontré el cuerpo de la mujer cuya muerte había venido a investigar.

Contemplar las secuelas de un accidente de tráfico era normalmente la parte más desagradable del trabajo que desempeñaba para el Instituto. Los ahogamientos no eran tan terribles, el agua no dejaba ninguna marca en el rostro de las víctimas y por suerte los sujetos que había visto no permanecieron mucho tiempo sumergidos. Los ataques al corazón sí podían dar sorpresas.

No siempre se trataba de hombres blancos de mediana edad con sobrepeso como los periódicos quieren hacernos creer. El mes pasado me topé con un jugador de baloncesto de instituto y el anterior con una ejecutiva de una revista de moda. Los casos de comas y enfermedades largas solían ser bastante turbadores; las víctimas siempre tenían los ojos hundidos y la tez macilenta tras meses de lánguido marchitar.

Pero nada me afectaba tanto como los accidentes de tráfico, pues los sujetos casi siempre aparecían horriblemente desfigurados, con algún miembro menos o, en el peor de los casos, habían pasado por situaciones grotescas. Por ejemplo el estudiante de seminario de veintiún años de Connecticut que cayó de la parte trasera de la Harley-Davidson de su amigo y arrastró la cara por el asfalto veinte metros.

Quise dejarlo después de aquel caso en particular, pero el profesor DeBray me convenció de que no lo hiciera. DeBray me explicó que era una reacción natural identificarse en exceso con el sufrimiento padecido por las víctimas. Me enfrenté a un problema similar en mi anterior empleo como investigador de demandas de seguros de automóvil. Mi empatía hacia las víctimas y sus familias desembocó en mi despido, cuando mis supervisores descubrieron que aprobaba indemnizaciones muy superiores a las marcadas por las directrices de la empresa. El profesor conocía esa debilidad de mi carácter cuando me contrató, sin embargo me aseguró que con el tiempo aprendería a dominar mi sensibilidad.

Yo no estaba tan convencido de ello, por eso me sentí aliviado al encontrar a Laura Duquesne en unas condiciones impecables. 

Me hubiera gustado que abriera los ojos.

Atentaba contra mis nervios tener a aquella mujer encantadora tan cerca, tanto que podía contar cada una de las sutilmente curvadas pestañas y determinar el punto exacto donde el carnoso labio inferior sobresalía de la pálida piel de debajo. El único indicio de que algo fuera de lo común le había sucedido era patente en la triste sonrisa que adornaba su boca.

Me entró el impulso irracional y repentino de tocarla, pero me habían advertido que evitara el contacto físico durante la investigación de los casos. Debía mantener una objetividad profesional. Me vería obligado a reducir la descripción de su belleza a términos clínicos cuando redactara el informe, siguiendo el formato desarrollado por el profesor DeBray. El Instituto me obligada a respetar un protocolo rígido, de tal modo que los datos que recogiera pudieran ser importados fácilmente al ordenador del profesor para su análisis y comparación con los miles de otros casos investigados hasta el momento.

Mientras esperaba, revisé los datos que ya había introducido en la Hoja Preliminar de Asignación.

La información provenía de un recorte de periódico y una breve carta enviada al Instituto. En la carta aparecían instrucciones detalladas, incluyendo un plano aproximado que indicaba exactamente dónde hallar a la señora Duquesne. El artículo de periódico incluía la fotografía de unos restos quemados, lo que quedaba del BMW en el que murió Harrison Duquesne. También aparecía una foto de Laura Duquesne y explicaba que la llevaron al hospital Evangélico de Scranton, donde murió en la mesa de operaciones. El resto del artículo, el párrafo rodeado con un círculo rojo por el remitente de la carta, era la razón por la que se me había asignado este trabajo.

Levanté la vista de mis notas, justo a tiempo de ver a Laura Duquesne abrir los ojos.

Por fin, pensé. Ahora podríamos empezar.

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