Más de 70 obras -pinturas y dibujos-, todas procedentes de las mejores pinacotecas del mundo, del Metropolitan de Nueva York a la National Gallery de Londres pasando por el Museo de Bellas Artes de París. Un recorrido excepcional donde no falta una de los mejores cuadros del genio francés: La Gran Odalisca.
No sólo asistimos al desfile del grand monde que protagonizó el Segundo Imperio. Descubrimos un pintor soberbio al que el dirigismo lineal y rupturista decimonónico regateó la fortuna histórica. Pero, sin dudarlo, Degas, Renoir, Modigliani, Dalí, Brancusi, Man Ray y Picasso sucumbieron a la maestría de Ingres.
Bien dice Antonio Muñoz Molina: “La pintura moderna es en gran parte una refutación del perfeccionismo clasicista de Ingres, y más aún de sus discípulos académicos y pompiers que siguieron disfrutando de la presencia del público y de los organizadores de exposiciones oficiales hasta bien entrado el siglo XX”.
En ese sentido, la educación de Ingres en el seno del Musée Napoleón
–nombre que llevó el Louvre entre 1803 y 1815-, formado con los botines de las campañas del soldado francés, condicionó para siempre su sensibilidad, la de un muchacho provinciano que quedó maravillado por el fulgor del arte clásico.
El joven Ingres -que fue educado por su padre para ser un buen artista-, se considera hoy un maestro, es por haber frecuentado los grandes ejemplos del pasado, y por su larga estancia en Roma. Ingres instituyó lo que él daría en llamar “religión del Arte”, hasta llegar a convencerse de que era de rodillas como se debía estudiar la Belleza. París fue para Ingres el Louvre. El estudio genuino y arduo debe concentrarse en la naturaleza, en su desconcertante diversidad.
Ingres salió fascinado del museo porque descubrió en él numerosos espejos en los que reflejarse. Perseguía con empeño el signo propio, el tratamiento personalizado del motivo figurativo.
Picasso lo convirtió en obsesión e hizo del pintor un referente obligado en la tradición más moderna y de ruptura estética de finales del siglo XIX y principios del XX. El retrato que dedicó Picasso a Gertrude Stein (1906) es un homenaje a Monsieur Bertin (1836) de Ingres. La Suite Vollard es otro tributo picassiano al maestro del dibujo moderno, que culminó con la serie sobre El baño turco.
En Ingres se funden las geometrías oblicuas del primitivismo nórdico, Van Eyck sobre todo, la calidez de los interiores del holandés, así como la maestría técnica de Rafael, y su admiración por Jacques-Louis David.
Durante casi seis décadas, desde finales del XVIII al último tercio del siglo XIX, Ingres pintó y dibujó los retratos de cuantos contaron en la vida pública francesa.La señora Riviére (1805), La señora Aymon, conocida como La bella Zélie (806) Napoleón Bonaparte, primer cónsul (1808), Napoleón 1 en su trono imperial (1806).
Ingres pasó más de una década en Italia y retrató también a los extraterritoriales cosmopolitas con nombre en Roma y Florencia: Francois- Marius Granet (1807), La familia Forestier (1806), Edne Bochet (1811), La señora de Senonnes (1814).
Durante todo ese tiempo luchó por hacerse un nombre en Francia enviando cuadros al Salón, donde encontraba una acogida incierta. Pero también tenía que ganarse la vida y descubrió que los retratos, pintados o dibujados, a menos le proporcionaban ingresos. Las obras de este género de los años italianos se cuentan entre lo más distintivo y variado de su legado pictórico. Sin embargo, Ingres pretendió ser un pintor de historia y consideró el retrato como una lucrativa actividad circunstancial pero exhaustiva. Escapó de los grandes temas alegóricos que son todavía acabados modelos compositivos. Ingres fue sin duda, el artista mejor preparado para llevar al extremo la posibilidad de un clasicismo creativo, anclado todavía en la figuración acartonada de las secuelas de Louis David. Pero Ingres fue también un artista de fuertes polémicas. Discutido por su eclecticismo estético, que le inducía hacía un clasicismo de calidades.
La exposición en el Museo del Prado equilibra de forma magistral los grandes óleos con diversos dibujos apenas conocidos fuera de Francia. El dibujo permite acercarnos al taller del artista y descubrir el secreto de sus tramas. Algún retrato, como el primero del duque Ferdinand- Philippe de Orléans de cuerpo entero, realizado en 1834, es la mejor síntesis de la depurada artesanía del pintor de uniforme, en pose informal, la palidez del rostro queda subrayada por los gruesos labios, en los que el bigote acentúa un gesto altivo. Sus ojos, oscuros y profundos, colaboran a crear ese halo romántico que ha hecho de la pintura un referente figurativo de la sensibilidad del momento. Ingres es sin dudarlo, el mejor retratista de su siglo. La familia de Lucía Bonaparte (1815) o John Russell (1815), son ejemplos claves de sus inicios. Sin embargo, no querían ser un dessinateur de bourgeois decía el artista. Un tema sin duda fascinante que ayuda a comprender más su arte.
El retrato de Louis – Francois Bertin, conocido como El señor Bertin (1833), fue mal recibido en el Salón de París, no sólo porque la personalidad apasionada de este “césar burgués” generaba contradictorias opiniones, sino más bien por el carácter moderno de la composición y la fuerza psicológica que arrastra, demasiado acre para el imaginario académico.
La pintura, era el resultado de una batalla ardua para dominar, en una aparente composición estatuaria a la antigua, el carácter desconcertante del financiero. El arte se hace grande por el despliegue formal que alcanza a sintetizar en las obras concretas, en efecto, lo demás es anécdota mejor o peor tramada. ¿Cómo explicar si no la impávida postura de los retratos de Ingres o los gestos mironianos de algunos de los mejores retratos de Picasso en la década de los cincuenta? Nos detenemos en la pintura de Louis – Francois Bertin, en el rostro y las manos, que dan vida gradualmente a la imagen de padre burgués, convencional y matizan el distanciamiento clasicista. O es casual que el retrato de Bertin aumentara la confianza del artista en sus capacidades expresivas y nos hablara con claridad del método de trabajo de Ingres. El artista crea cada fragmento con detalle: el dibujo debe ajustarlo a la totalidad compositiva. Este cuadro, no es solo el retrato más célebre de Ingres, sino uno de los más admirados de la historia del arte. Su fama responde a un doble motivo: su increíble realismo y el haber llegado a ser emblema de uno de los herederos sociológicamente más importantes del siglo XIX, el ascenso de la burguesía al poder económico y político.
En sus últimos años, Ingres se ayudaba de grandes espejos para captar el dorso de sus modelos por un efecto detallista. La condesa d’ Houssonville (18459, revela a una jovencita de sociedad que vacila entre la modestia y el descaro. Madame Moitessier (1856) es, sin embargo, una belleza mundana en su plenitud que consigue neutralizar la impecable composición clasicista con su vivacidad de gestos y la riqueza cromática de su atuendo. Ése es Ingres: descripción milimetrada, elegante estilización formal antigua, idealización de los gestos hasta convertirlos en carácter, leve exageración de tonalidades.
La belleza se realiza –se materializa- cuando se alcanza el acuerdo entre los contenidos formales y los contenidos objetivos que se perciben en la imagen pictórica. La verdad artística procede siempre de la verdad de la naturaleza, pensaba Cézanne, puesto que constituye la reproducción fiel de las impresiones sensibles en la imaginación del pintor, que las transforma creativamente en formas...
Ingres transformó en un más que belleza a cada uno de sus retratados, pero algunas de sus creaciones más hermosas podrían ser: La gran odalisca (1814), Odalisca con esclava (1839-41), El baño turco (1862), Ruggiero libera a Angélica (1841), de una belleza sencilla y natural. ¿Ansiedad de deseo? Jean-Auguste-Dominique Ingres, es en el registro de su pintura, un celoso guardián de la integridad del arte en un tiempo confuso de buena pintura, de una imaginación y tradición clasicista intemporal, que nos dejó uno de los mejores registros del arte de todos los tiempos.