Yo hacía las preguntas del censo y él situaba todo en una geografía. Nos asignaron ese pueblo y emprendimos el camino de tres días, uno de ellos a pie.
Los niños que nos recibieron iban casi desnudos, con la piel gruesa, renegrida, aguijoneada por los mosquitos. Eran chicos todos y también estaban desnutridos. Sus ojos negros reflejaban lo distintos que éramos de ellos. Sus ojos eran desiertos, puentes quemados, un mundo abisal. Di gracias a Dios por estar tan lejos de eso, aunque luego sentí vergüenza. La desnuda miseria de esos niños. Preguntamos por sus padres: muchos se habían ido al norte. No sabían nada de ellos. Eran chamacos sin hogar, una tribu extraña casi sin adultos, sólo algunos ancianos hastiados que los dejaban hacer lo que quisieran, que crecieran como pudieran, que el más fuerte prevaleciera.
El censo tenía preguntas imposibles de formular. Tampoco podíamos contarlos a todos, muchos niños estaban fuera del pueblo, así le llamaban a ese puñado de casitas en ruinas. Volverían al día siguiente, habían ido a la escuela, estaba lejos y dormían allá. La escuela una vez a la semana. Si no los mordía una víbora, volverían. Tuvimos que quedarnos esa noche.
Él me preguntó si me gustaría tener hijos.
No respondí.
Entramos al cuarto que nos prestaron para dormir. Me desnudé para aplicarme el repelente, las pulgas habían comenzado a herirme. Le presté mi botella y vi que tenía una erección.
No era la primera vez que viajábamos juntos. Pero sí la primera que nos necesitábamos.
Me levantó y me recostó sobre el petate. Una vela dentro de un envase vacío de Coca-Cola alumbraba. Yo preferí cerrar los ojos. Comenzó a deslizar sus manos por mi piel sedienta, a ratos me hacía reír, gemir, hurgaba dentro de mí con los dedos. Lo escuché decir:
— Mira —en sus dedos había una cosa blanca, chiclosa, que se estiraba mientras él unía y separaba los dedos—. Estás ovulando.
Sonreí a medias. Nos quedamos quietos. Un magno concierto de grillos. En el techo y las paredes de adobe se proyectaban nuestras sombras.
Pensé en esos niños tan semejantes a animales, en sus sonrisas fáciles, en sus manos callosas. ¿Niños?
— No me dejes pensar, no quiero, ven —extendí los brazos hacia él. Mi lengua ya estaba en su boca, mis manos buscaban su alma, su dolor, su mirada en el centro de aquel mundo perdido.
El amor es todo lo que es.
Despertamos adoloridos. Mi repelente no había sido más fuerte que el hambre de los insectos, así que teníamos varias ronchas. Él me desenredó el cabello, lo juntó con una cinta y me besó los ojos.
— ¿Parezco una mujer embarazada?
— Pareces un náufrago.
La puerta se abrió de golpe. Entró en un rayo de sol polvoriento una niña descalza. En verdad una niña, de once o doce años. Pero en su vientre ya cargaba a otra criatura. Nos preguntó si ella contaba por dos.