-Hay que trabajar, me dijo, tienes que ganarte tu diario sustento y, por supuesto, la cantidad de dinero suficiente para comprarme una botella de alcohol todos los días para mi recreo cotidiano.
-Lo primero puede esperar, me aclaró, pero lo segundo jamás debe faltar, ¿me oíste?
La calle era mi hogar de día, y por las tardes, después de entregar a mi progenitor lo acordado, también. Mis vecinos eran los perros que deambulaban por el parque donde solía hacer mi labor, eran más de confianza que mis “mentores y amigos”, la gente que, como yo, sobrevivía de mi misma manera, pero con mayor edad que la mía.
Junto a aquel clan, fui creciendo solo, de modo que por aquel tiempo lo único que aprendí fue que nadie era de fiar y que debía defender lo mío a toda costa.
En una ocasión, después de llevar a mi estómago un pan y una taza de leche que me regalaba, de vez en cuando, una mesera de un restaurante que me veía con buenos ojos, busqué un lugar para pasar la noche. Acurrucado junto a la jauría, me acomodé poniendo mi cabeza en un desnivel; mis amigos caninos nunca permitieron que muriera de frío. Acto seguido me quedé dormido. Entonces tuve aquel sueño que, además de hermoso, cambió mi vida: me vi jugando futbol en un llano grande y terregoso. Las caras de mis compañeros de equipo eran sonrientes, debieron de tener aproximadamente mi misma edad, diez años. Todos gozábamos de aquel juego de equipo donde cada uno de nosotros pasábamos el balón al jugador que mejor estaba posicionado; no había personalismos ni “estrellitas”.
En el regreso que mi equipo y yo tuvimos hacia nuestra portería, después de anotar el primer tanto, me percaté de un globero que, habiendo anclado el haz de hilos de su cúmulo de vejigas coloridas bajo una piedra, saboreaba cada jugada de aquel encuentro. Se sonreía y gritaba apasionado, y sus reacciones me parecieron inclinadas al buen juego de nuestro equipo, por lo que al término del primer tiempo, donde ya habíamos anotado dos goles, se acercó a nosotros para comentarnos lo bien que jugábamos.
-Son buenos, muchachos; le echan muchas ganas y tiene buena técnica. Después de eso, entramos a jugar el segundo tiempo, donde acabamos con nuestros contrincantes, tres a uno. Feliz, el globero se nos volvió a aproximar y nos dijo:
-Deben de estar cansados y sedientos, ¿qué tal les caería un refresquito? Todos nos le quedamos viendo pensando tal vez que el hombre estaba loco, ¿de dónde sacaría los refresquitos?
Pero como un prestidigitador consumado, movió sus manos y sacó de diferentes partes de sus ropas botellas heladas de refrescante soda, que entregó a cada uno de los jugadores de nuestro equipo.
-¡Pidan, pidan lo que quieran!, nos gritaba sonriente, ¡celebremos su triunfo como se merecen!
Algunos de mis compañeros pidieron algo de comer, otros simplemente agua fría. El hombre seguía diciendo feliz de la vida:
-¡Pidan, pidan lo que quieran!
Creo que a ninguno de nosotros se nos ocurrió que aquel hombre no sólo se refería, en su euforia, a pedir cosas banales o superfluas; realmente lo que nos quería transmitir es que pidiéramos lo que fuera, lo que nosotros deseáramos, más allá de las simplezas que nos había dado hasta aquel momento.
Entonces al no “caernos el veinte”, comenzó a repartir pares de zapatos deportivos, playeras de nuestro uniforme con el número y la talla que le correspondía a cada uno de nuestros jugadores.
-¡Pidan, pidan lo que quiera!, insistía riendo, ¡aprovechen mi alegría!
Algunos de mis compañeros comenzaros, poco a poco, a entender a lo que se refería el globero, y pidieron ropa de diario, zapatos de calle, relojes, bicicletas, etcétera. Objetos que aparecían en las manos de aquella persona prodigiosa y desprendida.
-Aquí tienes, le decía el hombre al muchacho que le solicitó tal o cual cosa, ¡sé feliz!
Los compañeros se fueron haciendo menos en cuanto iban recibiendo el objeto deseado, de tal manera que yo me quedé al último mientras me preguntaba qué sería lo que yo más deseaba, lo que no me fueran a robar mis compañeros de la calle o mi padre, y que pudiera gozar sin ser envidiado. Entonces el globero se me quedó viendo y me dijo, apresurándome:
-¡Pide muchacho!, lo que quieras, que eso que tú deseas, yo te lo puedo dar.
En aquel momento vino a mi mente algo que siempre había deseado hacer, algo que iba más allá de un objeto material, pero que siempre había deseado: volar.
-¡Volar!, dije entonces sin quererlo expresar y volví a repetir más consiente, ¡quiero volar!
El hombre se me quedó viendo y caminó hacia los globos ahí anclados. Poniendo su mano en el haz de hilos que los hacía una unidad, quitó la piedra que los detuvo y extendió su mano mientras me decía:
-Entonces toma mis globos, ellos te concederán tu deseo; tómalos, me repitió.
Di unos pasos hacia él y cogí el conjunto de hilos que el globero me ofrecía y de inmediato sentí el tirón hacia arriba. Comencé a elevarme mientras veía a mi benefactor un poco más pequeño a cada momento. La perspectiva desde los cielos es diferente a la que los humanos tenemos a nivel de nuestro mundito. Aprendí, en ese momento, que hay otros horizontes, que la vida no siempre es la misma, que más allá de lo que podemos ver, hay más qué ver y más qué vivir.
Sin embargo, después de los primeros instantes de reflexión, caí en la pregunta de cómo regresaría haya abajo sin lastimarme.
¿Saben?, ya no lo supe. El que sí supo fue mi padre cuando dejé de llevarle dinero para su desasosiego. Yo me alejé, a mi corta edad, de él, de mis perros, de mi clan; hoy puedo decirles que aquel sueño, que aquella noche soñé, me enseñó la hermosa experiencia de existir como un verdadero ser.