A la sazón, se preguntó José María, mientras cabalgaba atado de pies y manos, cómo era posible que un hombre cambiase sus convicciones de aquella manera; sin embargo, él era un cura, un representante de Dios sobre la Tierra y debía de entender y perdonar cualquier falta de su prójimo.
Volviendo a la realidad, don José María Teclo Morelos Pérez y Pavón se arrellanó sobre su montura buscando la mejor posición después de tanto tiempo de camino, ya que el recorrido hasta aquel lugar había sido largo, pesado en grado sumo.
En aquel mismo momento hizo consiente, a sus espaldas, el golpeteo de los cascos de las monturas de sus acompañantes, los que, vestidos con los colores de la corona española, lo escoltaban, dando a su persona su verdadero valor intrínseco.
Desde aquel punto del camino, todos aquellos hombres admiraron la imponente masa pétrea de la edificación en la cual pernoctarían aquella noche y la siguiente. Convertida desde 1747 en la Real Cárcel de Cuernavaca, estaba ante ellos la gran estructura rematada por almenas que fuera, otrora, la casa del conquistador Hernán Cortés.
– Apresúrate, Morelos –se oyó una voz decir tras el prisionero–, te acercas poco a poco a tu destino. Los demás acompañantes sonrieron ante el comentario.
El grupo picó espuelas y lanzó sus corceles hacia el lugar que les prometía alimento, agua y un descanso reparador. Entonces, las enormes puertas de madera de la edificación se abrieron para dar cabida a la tropa y al condenado. El encargado de la prisión recibió al destacamento, y la gente desmontó al mismo tiempo que algunos uniformados ayudaban a su escoltado para que se apease de la cabalgadura. De inmediato los soldados, guiados por su anfitrión, condujeron al cura a una de las húmedas y oscuras habitaciones de aquel viejo edificio construido tres siglos atrás. El relajamiento y un torrente de sangre caliente recorrieron el cuerpo del preso en cuanto la puerta de la celda se cerró. Las coyunturas del recluso estaban lastimadas, su alma, marchita.
Recostándose sobre un desvencijado camastro, don José María se percató de la ventanita enrejada que se abría al infinito frente a sus ojos. El cielo nocturno de Cuernavaca, tachonado de estrellas, le hizo entrar en calma y sus párpados se cerraron poco a poco encontrando en su nueva situación un descanso corpóreo y mental.
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Un tiempo después de aquello, el crujido de la puerta de la mazmorra sobresaltó al general.
– Soy yo –dijo la voz suave del hombre que llevaba en su mano una vela encendida, mientras dibujaba una sonrisa en su rostro iluminado por la propia lucerna.
El cura se incorporó para encontrar aquel desconocido depositando sobre una mesa el porta vela y una botella de barro tapada con un vaso del mismo material.
– Mi general, aquí tiene agua para que calme su sed, y velas para que se evada de esta oscuridad.
– ¿Quién eres tú? –preguntó de inmediato el visitado.
– Soy Vicente de Talamante, encargado de esta prisión.
– Te agradezco tus gentilezas –puntualizó el sacerdote–; no obstante, me llama la atención que los soldados te hayan permitido tales canonjías para conmigo.
– No han sido ellos realmente –se sinceró el visitante-. Tuve que deslizarme en la oscuridad para verle. Quería conocerlo. En verdad, le comento que nunca pensé estar tan cerca de usted. He oído tanto de su persona. Dicen que hasta Napoleón lo desea como su general en jefe para dominar el mundo.
El cura rió de buena gana.
– Eres simpático, en verdad. No creas esas patrañas. Heme en este lugar. Si fuera yo el gran general al que aduce Napoleón, ¿crees que me encontraría aquí?
– No sé en verdad si el Gran Corzo o usted tengan la razón, pero estoy muy contento de conocerle y de ponerme a sus órdenes para cumplir con sus deseos. Y lo anterior dicho incluye el que le ayude a escapar.
– ¡Por Dios, calla! –mandó Morelos a su interlocutor-. ¿Te gustaría ser fusilado junto conmigo?
– Eso no me gustaría que sucediera, y que quede claro, no por mí, sino por usted que tiene todavía mucho que dar a nuestro pueblo que se encuentra en busca de su libertad. Por otro lado, sé de mucha gente que se uniría a mí para llevar a cabo la aventura. Por aquí se le estima y son sabidas, de usted, sus batallas: sus derrotas y sus increíbles triunfos. Por amigos míos que estuvieron a su lado en Cuautla, en aquel glorioso rompimiento del sitio, conozco de su aplomo, de su don de gente, de su carismática figura.
– Pues la gente no siempre ve la realidad de las cosas –explotó la modestia del sacerdote–; fuimos todos y cada uno de los que ahí sufrimos jornadas enteras, los que cuajamos un triunfo espectacular.
– Sólo faltó que les sacaran la lengua a los gachupines, ¿verdad? –dijo con picardía Vicente.
José María esbozó una sonrisa maliciosa.
– Sí, poco faltó. Pero una batalla ganada no significa que se ganó la guerra, Vicente. Aún quedan muchos triunfos y derrotas, mucha sangre por derramar y muchos compatriotas ver caer masacrados. Este sacrificio, sin embargo, verá la luz definitiva del triunfo, estemos o no estemos nosotros.
– Tome agua, Padre. Yo vuelvo en un rato con comida y una cobija para que no pase mala noche. El frío empieza a incrementarse y usted debe descansar. Piense bien mi propuesta, si usted está dispuesto, esta misma noche le quitamos de su camino a los escoltas. Y le aseguro una cosa: nadie sabrá quiénes fuimos los autores del desaguisado.
– Ve con Dios, Vicente.
El carcelero salió sigilosamente del lugar y Morelos se volvió a recostar en el camastro.
– Escapar –se dijo y se preguntó a la vez, el reo-, ¿de quién escaparía?, del poder de la corona española o de mí mismo: de mis miedos, de mis fracasos o de mis cansancios, o quizá, de una vida desordenada en la cual quise ser sacerdote, padre de familia, militar y ahora, además, prófugo. El que a dos amos atiende..., con alguno queda mal –concluyó tranquilo el militar.
El cansancio volvió a vencer al general, hasta que nuevamente el rechinido peculiar de la puerta de la celda lo despertó una vez más.
– Soy yo nuevamente, don José María. Aquí tiene un potaje y unas tortillas recién hechas que le encantarán. Coma, que esto le revitalizará el cuerpo y luego, el sueño, su espíritu. Y, con relación a mi pregunta, ¿tiene algo nuevo que comentarme? –insistió Vicente mientras ponía sobre el camastro una frazada.
– Buen Vicente, Dios sabe que te agradezco tu preocupación. Estoy cansado. Por hoy te pido que me dejes pensarlo mejor. Mañana será otro día. La almohada es buena consejera.
– Lo entiendo, Padre. Buenas Noches. No deje enfriar lo que le traje, mi señora lo hizo con mucho cariño para usted. También ella lo admira.
– ¡Qué Dios los bendiga, hijo! Dale las gracias a tu esposa y dile que estarán en mis oraciones siempre.
El hombre desapareció de nuevo al cerrar la puerta de la habitación. Morelos se acercó a la mesa, se sentó en el inestable banco que frente a ella estaba, y comió con avidez del guiso aún caliente.
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Las primeras luces del nuevo día iluminaron el rostro tranquilo del insurgente, quien abrió los ojos. Luego, se levantó y caminó unos pasos hasta el vano que la noche pasada le trajera calma y paz interiores. ¡Vaya!, hubiera podido exclamar el prisionero. Tras los barrotes que servían de protección a la ventana, estaban los eternos enamorados, los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. La vista desde el lugar era una verdadera obra de arte de la naturaleza y el general se quedó estático ante tal magnificencia. Entonces su mente voló a muchos kilómetros de donde ahora se encontraba, y recordó a sus amados consanguíneos. La soledad es triste pero buen vehículo, se dijo sin hablar.
La puerta de la celda se volvió abrir y Morelos fue sacado de su introspección, para encontrarse con la sonrisa franca de Vicente.
– Buenos días tenga su merced. El capitán me envió para que le trajera este café y estos tamales; me indicó: llévale de comer a nuestro reo, no sea que se vaya a morir de hambre antes de que lleguemos a México. Lo que no sabe el capitancito de marras, es la “fiesta” que le espera, ¿verdad Padre?
– ¿Qué pasó, hijo? Aunque pensándolo mejor, tienes razón: le espera la justicia divina.
– Y la nuestra, general, y la nuestra.
– Vicente, sé bien que te decepcionaré; lo he pensado bien, y no voy a escapar.
– Pero, Padre...
– Vicente, he perdido la esencia que me llevó a la lucha. Es tan difícil ver y saber que tus hombres mueren o que caen heridos de muerte en las cruentas batallas que hemos enfrentado. Es tan difícil saber que mis mejores subalternos ya no están conmigo para asistirme y aconsejarme lo mejor a hacer; se han ido Mariano Matamoros y Hermenegildo Galeana, con ello se han acabado mis dos brazos, ya no soy nada. Siento que mi ciclo terminó, que vendrán otros fervientes luchadores a engrosar las filas de la insurrección, y llegará el día que nos sabremos libres y dueños de nuestro destino. No voy a escapar, Vicente, porque en pocas palabras ya no tengo fuerzas y con mi huida sé bien que entorpeceré el avance del ejército liberador. Quizá, por el contrario, mi muerte haga estallar una furia incontenible en mis compañeros y les dé, con ello, lo que yo he perdido: espíritu. Gracias Vicente, y perdóname, tal vez extravíes por un momento la brújula tratando de entenderme, pero en cuanto el entendimiento llegue a ti, sé bien que me comprenderás.
– Don José María, entiendo perfectamente sus palabras; Dios lo bendiga. Sé, por alguna situación inexplicable, que le asiste la razón, pero nos dolerá saber que usted también nos deja.
– Llévenme en su mente, que mientras esté ahí, no moriré y seré su acompañante intangible en el combate.
Dos lágrimas corrieron por el rostro de Vicente, quien se despidió con un ademán mientras decía:
– Coma, que no se le enfríen el café y los tamales.
El cancerbero volvió a desaparecer tras la puerta que cerraba la celda del sacerdote; éste, tomando de la mesa la taza de barro, dio un prudente sorbo al café caliente.
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Las horas pasaron y Vicente regresó varias veces a la celda del cura para ponerse a sus órdenes. Sin embargo, el reo se encontraba inmerso en una introspección total. No volteaba, no contestaba; los alimentos dejados en la mesa estaban fríos, sin haber sido tocados. El visitante solamente cambiaba éstos por otros calientes y aconsejaba al prisionero que comiera, pero sólo el silencio contestaba a sus súplicas.
La noche vino para acabar de ensombrecer la faz del recluso. Vicente, siempre atento al general, regresaba y regresaba a la mazmorra para encontrar la misma situación: el silencio total, y el decaimiento avanzado del prócer.
En la madrugada del siguiente día, el capitán de la escolta le pidió a Vicente que despertara al sacerdote:
– Llévale algo de comer y avísale que partimos lo más pronto posible, el viaje es largo y cansado hasta la capital.
Morelos se levantó y tomó algo de café, luego le pidió a Vicente le llevara una jarra con agua y un lavamanos para asearse. Mientras esto sucedía el clérigo habló con su acompañante:
– En verdad les agradezco a ti y a tu mujer todos los sacrificios que han hecho por mí; siempre he estado seguro de que todos los buenos o malos actos que llevamos a cabo en la vida tienen un pago. Sé bien que ustedes tendrán el suyo. Seguramente serán muy felices.
– Me duele, en realidad –dijo con tristeza Vicente-, que usted no esté con nosotros para serlo también, pero...
– Pero tuve la oportunidad, ¿no es así? Dijiste que me entendías.
– Perdón, don José María; lo entiendo, sin embargo, me duele la realidad.
– Yo estoy contento, ¿sabes? Siento que cumplí con mi cometido. Es difícil concebir esto, pero, después de reflexionarlo, llego a esa conclusión. Entonces, mi querido Vicente, no estoy lejos de lo que les sucederá a ti y a tu esposa. Cada quien es y será feliz a su manera, y la alegría nos bendecirá, ¿no es así?
– Me alegra y me tranquiliza oírle, don José María. ¡Bendito sea el Señor!
– ¡Bendito sea el Señor!
Unos momentos después, el cura fue escoltado hasta su montura para ser atado de pies y manos. Vicente y su esposa se acercaron a él para despedirse.
– Recuérdenme siempre –les pidió Morelos-, será la mejor manera de seguir unidos. Díganle a su gente que la lucha no ha terminado; que requiere de más hombres y mujeres valientes que la lleve hasta el triunfo definitivo. La libertad que de ese triunfo emane será el mejor regalo que nuestro pueblo obtenga.
– Gracias Padre –dijo la esposa de Vicente, besándole las manos al sacerdote-, lo recordaremos siempre y tenga por seguro que lucharemos hasta lograr el ansiado final que usted ha perseguido.
El capitán rompió el dialogo con su voz estridente.
– Adelante, nos espera la capital...
Las puertas de la fortificación se abrieron para dejar salir al contingente, y Morelos sólo tuvo la posibilidad de hacer una leve inclinación de respeto para sus bienhechores. Luego, estos, desde un vano de la fachada poniente de la Real Cárcel de Cuernavaca, vieron alejarse al cura José María Morelos y Pavón, acompañado por su escolta.