El arte es una propuesta visual, sonora y poética. Solemos olvidar que la práctica de la pintura exige una notable actividad material y espiritual, un largo proceso de realización a partir de la elaborada clasificación conceptual que define los motivos a desarrollar sobre el espacio blanco de la tela o el papel.
La creación pictórica, en efecto, despliega una cierta energía activa que la lenta reflexión, composición y ritmo definen a lo largo del proceso.
Dadme otro verano aunque sea
arrastrándome, un verano
donde sienta el rastrear
del silencio,
la sequedad del silencio…[1]
Ese silencio del que habla el poeta portugués Eugénio de Andrade, es el que ha llevado a Cándido Santiago a reflexionar sobre su pintura. Partiendo, por tanto, de su gusto por lo que podríamos llamar temas del entorno próximo (los objetos que se intuye habitan en su mundo, en ese pequeño rincón que existe, aunque nos lleve siempre a otros sitios). Santiago no deja de plantear pequeñas pero significativas modificaciones.
El color, los tonos apastelados, en los que mezcla sentido cálido con cierta añoranza, y un dibujo tan sencillo como evocador siguen siendo elementos principales de su lenguaje. Como el aire selectivo con que escoge los motivos, por más que al final uno tenga la sensación de que ninguno sobra pero tampoco falta.
Con respecto a épocas y exposiciones anteriores (Vestigios, 2012 o Reminiscencias, 2010, esta última en el Taller Rufino Tamayo de Oaxaca), entra hoy en un momento más de depuración, y agudiza -si cabe- el tratamiento de la figura.
Domina ese equilibrio difícil en el que no se notan las restas, la eliminación de motivos, y se intuye el cuidado con el que se define cada composición.
El dibujo descubre a Cándido un orden en la figura que reinventa después en sorprendentes composiciones cromáticas. Se trata, por decirlo de algún modo, de una recuperación del motif de admiración por Rufino Tamayo, Rodolfo Nieto y Francisco Toledo, de los cuales el artista extrae una enseñanza doble.
Por una parte, cierta figuración básica que la ayuda a puntuar la obra en presurosas líneas maestras, a construirla más bien, para hablar con precisión, sugiriéndole el equilibrio compositivo que después acentuará el color como forma cardinal de la representación.
Por otra, una gradación de colores en plano, de controlada densidad de pigmento y fuerte carga emotiva.
Su metamorfosis de color y la estabilidad de su forma, que es fuente de renovación, constituyen un desafío máximo.
Uno de los principales mandatos pictóricos del siglo XX (Paul Klee), decía: no reproduzcas la naturaleza, has como ella. Pero, ¿qué es un paisaje? Nada y todo. Se deja hacer. Si se mueve es por buscar el equilibrio que otras fuerzas le rompen; va y viene, se agita, incluso puede mostrar su rabia, y en este movimiento lo transforma todo, lo acoge todo.
Quien conozca la trayectoria de Cándido Santiago puede que se pregunte entonces cómo cabe apurar más el lenguaje, sí, de hecho, se ha mantenido siempre al margen de retóricas y ampulosidades. Tal vez lo que quede al final sea la prueba de ejercicio de una mirada propia, gracias a la cual las figuras – cuerpos femeninos – son como pensamientos, llamadas de atención, o un paisaje muestra que no sólo es grafía, que también es poesía.
Así, cada vuelta a la pintura de Santiago, produce nueva seguridad en la fuente inagotable de la pintura y nuevas expectativas al volverla a descubrir.
[1] Eugénio de Andrade, El silencio. Publicado en Material solar y otros libros. Traducción de Ángel Campos. Galaxia- Gutenberg,2004, Barcelona, España