Ciencia
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La Edad de Oro
TXT Kurt Bernardo Wolf

La Edad de Oro

Fotógraf@/ Wikimedia
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El Dr. Bernardo Wolf es investigador del Instituto de Ciencias Físicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores y miembro de la Academia de Ciencias de Morelos.

 

Esta publicación fue revisada por el comité editorial de la Academia de Ciencias de Morelos.

 

“Agradezco que me haya tocado vivir esta edad de oro”

Con esta frase termino un libro reciente que reúne mis andanzas de mochilero durante los años 1965—1970 por África Oriental, Israel y Sinaí, Turquía, Irán y Afganistán, Escandinavia y la India [1], que detallaré más abajo.

 

¿Edad de oro –de quién?

 

Inicio justificando el título de este artículo, preguntando sobre qué significa realmente una “edad de oro”, y nombrando algunas ya reconocidas. Se trata de periodos en la historia de naciones, culturas, grupos humanos o individuos en su etapa de ascenso, creciente fama y esperanza futura que –algún tiempo después– tenga el consenso histórico de haber sido su época más original y brillante.

Podrían ser las tres décadas de Roma bajo el césar Octavio Augusto; o el califato Omeya de Córdoba bajo los cinco Abd el-Rahmān durante el siglo décimo; o el estado Otomano entre Mehmet II, conquistador de Constantinopla, y el tiempo de Suleimán el Magnífico. Un periodo de decidida innovación y crecimiento, antes de advertir los gérmenes de su posterior declive. Aunque el análisis de estas cuestiones corresponde propiamente a historiadores y filósofos profesionales, nosotros, los amateurs ilustrados, no tenemos porqué rehuir a presentar opiniones basadas en experiencias compartidas o leídas, donde incluso podamos proclamar la edad de oro de nuestras propias vidas. Sé que estoy entrando en cuestionables provincias humanísticas, pero ése es el riesgo que muchos tomamos al apartarnos de las verdades certeras pero impersonales de la investigación científica.

 

La década de los años sesenta

Apelo a razones demográficas y económicas, además a mi propia experiencia, para nominar la década de los años sesenta como la última edad de oro de la humanidad: se cumplían entonces dos décadas de relativa paz después de las guerras que marcaron la primera mitad del siglo veinte. La cohorte de los baby boomers, aquellos quienes nacimos al término de la segunda guerra mundial somos reconocibles en el visible chipote demográfico; participamos, de una forma u otra, en la revolución cultural que caracterizó esos años. Se registraba entonces una relativa igualdad económica, un crecimiento económico sostenido de 5 a 7 por ciento anual que nunca más pudo repetirse en Occidente. Aparejado, tuvimos un gran desarrollo del transporte carretero y aéreo, que fue gustosamente apropiado por nuestra generación para conocer un mundo amplio, que hoy parece ingenuo y aún bucólico. No dudaría mucho en afirmar que esta edad de oro comenzó durante el mandato de John F. Kennedy, tal vez el único presidente auténticamente abrazado por los jóvenes estadounidenses de ese tiempo.

En África, una tras otra de las colonias recibía su independencia, mientras Cuba mostraba un posible futuro para todo el continente. Salvo por la guerra en Vietnam y lo refractario de algunos países de la órbita soviética, se podía viajar libremente por este gran planeta. Lo más audible del zeitgeist –espíritu de época– fue el inédito auge en la música, cuyo impacto se reconoce aún hoy en los grupos de rock y su pléyade de cantautores, ahora ya poblados por una generación cada vez más reducida de viejitos.

Hubo edades de oro de aliento largo: el tiempo de la Grecia clásica, del califato de Bagdad, del Renacimiento, o el de la revolución industrial europea. Desde Galileo y Newton, las ciencias han vivido su gran edad de oro y cada año siguen superando sus marcas.  Durante los años sesenta dieron un gran salto adelante con las matemáticas del espacio fase y del caos, del continuo y del discreto, encontrando los tabiques últimos de la materia, descubriendo la espiral de la vida, explicando la geología de placas y madurando la astronomía del Universo profundo. A finales de aquella década ya habíamos duplicado la esperanza de vida y pisado la Luna.

 

Los nuevos medioevos

Sin embargo –ese penoso “sin embargo”– me consterna ver que entre las ignaras muchedumbres de los países del Occidente y del Norte, entre sus élites y algunos líderes políticos, se han generado grupos y contingentes que parecen haber evolucionado hacia un medioevo mental: escépticos del cambio climático, de la solidaridad humana y de vacunas salvadoras, que dan crédito a conspiraciones imposibles. Allí se adoran anticristos, algunos de cara naranja, pelo esponjado y olor fascista; otros, dueños de fortunas imposibles y fanáticos que no conocen más que un solo libro sagrado. Gente aparentemente decente, con ingresos razonables, pero que niegan las advertencias del cambio climático, ignorantes del peligro de encierra el crecimiento sin límite de la desigualdad económica.

Corre el Weltschmertz –otro germanismo: el dolor por la insensatez humana– anunciando el fin del “siglo americano” y, tal vez, el inicio de uno asiático. Antes, había civilizaciones desconectadas, cada una con sus lejanos ascensos, vicisitudes y decaimientos; hoy, por el comercio y la comunicación instantánea y planetaria, es imposible desconectar una región de las vecinas y las distantes. La facilidad e inmediatez de la comunicación termina por obnubilar lo importante y nulificar lo verdadero.

El Buda mayor en Bámiyan, Afganistán. Fue dinamitado por los talibanes durante su primer emirato.

 

Recordando los buenos tiempos

En México, cuando de jóvenes recorríamos los caminos del país, viajando en aventones y alojándonos en mesones y posadas, recordamos que había seguridad y mutuo respeto. Cuando estudiantes, Adolfo López Mateos inauguraba años académicos en el auditorio Justo Sierra de la UNAM. Lo que entonces era pobreza rural, era una pobreza digna, de autoconsumo y unidad familiar. En décadas posteriores, en varias regiones de la geografía nacional y mundial, la pobreza se ha vuelto alimentaria, devenida en marginación, abuso, violencia y emigración. Pocas veces nos detenemos para indagar porqué; tal vez así son las comunidades cuando sus números crecen demasiado, o cuando la cultura del consumo genera la envidia de riquezas que otros sobradamente tienen. Tal vez no haya causa más allá del ciclo natural y efímero de una edad de oro, o de nuestro propio natural envejecimiento físico y mental.

 

Los tiempos nuestros

Pocas dudas me caben que, en lo personal, la edad de oro transcurre durante la tercera década de vida. Para nosotros, hijos de familia de clase media, quienes terminábamos la licenciatura en alguna carrera que nos prometía satisfacción y sustento, y aún más para los que seguimos siendo estudiantes por continuar con el doctorado, la vida era promesa, desarrollo físico y creciente agilidad mental. Tiempo de explorar el sexo, ejercitar la imaginación y entregarse a la Wanderlust (otro germanismo más: la pasión por viajar). Y fue así como mi edad de oro coincidió con la de mi generación.

Apariencias aparte, confieso que nunca fui realmente un ratón de biblioteca, ni respetuoso de la rutina, ni ideólogo confiable. Con la recomendación del Dr. Marcos Moshinsky en 1965, hubiera sido aceptado como alumno de posgrado en Princeton, pero eso, con sus solemnes edificios cubiertos de yedra, me pareció demasiado aburrido. En cambio, y con gusto me decidí por el Instituto Weizmann en Rehovot, Israel (después, me transfirieron al recién inaugurado posgrado de la Universidad de Tel-Aviv). Eso cambió las cosas y me permitió vivir y gozar de la catarata de experiencias, impresiones y contradicciones del Medio Oriente en sus años más críticos.

Con artes ocultas logré recibir papeles que me certificaban como miembro de la Iglesia de Escocia para visitar Jerusalén Oriental, entonces ocupada por Jordania, durante las Semanas Santas de 1966 y 1967. Vi que era fácil y seguro conseguir aventones en caminos y, en ocasiones, invitaciones con lugareños a pasar la noche; no sólo en Jordania, sino en África Oriental, Asia del Sur y, con parientes, en Viena, Praga y Budapest. Como mis cartas a padres y amigos a menudo rebasaban las 5 o 10 páginas, decidí escribir una suerte de ensayos sobre mis periplos, aptos para la lectura de mis padres (los detalles no-aptos quedarán en mi memoria personal).

Cotorreando el punto en un corralón de Masaka, en Uganda.

 

Y sí, me gustaba (y me gusta) escribir. Pensé en algún momento dejar los estudios y proponerme como reportero para National Geographic. Afortunadamente, durante una visita a Israel, Elena Eisen, esposa de Marcos Moshinsky, me dio los necesarios coscorrones para continuar con los estudios del doctorado. También afortunadamente, las vacaciones en Israel eran muy amplias (de junio a octubre), así que pude seguir siendo y satisfaciendo a las dos personas mentales, estudioso y aventurero, que habitaban en mí.

La vida del mochilero: cada día otro horizonte, cada noche otra cama.

 

Tiempos de tolerancia y paz

Era la Edad de Oro. En Etiopía reinaba el Emperador Haile Selassie; Kenya, Uganda y Tanzania estaban aún regidas por sus reconocidos Padres-de-la-Patria, en paz y aún en democracia por unos pocos años más. Ruanda y Burundi, aunque divididos en tutsis y hutus, sí aceptaban con curiosidad y sonrisa a mochileros impertinentes. En Asia, Irán y Afganistán vivían cada una regidos por sus shahs, déspotas pero tolerantes con los excéntricos turistas de a pie que cruzaban sus países. La población se estaba acostumbrando a ver hippies con huaraches en camino a la India y el Nepal, inmersos en su secular peregrinación a Katmandú. Allá las drogas eran inocentemente legales, monopolio estatal del poeta Rey Mahendra. Allá los increíbles Himalayas eran cercanos y el resto del mundo estaba fuera de la vista.

Panorama humano del altiplano etíope.

 

Viajes en el espacio y en el tiempo

Acabo de finalizar la edición de una colección de artículos míos, publicados originalmente en el periódico Excélsior como nueve series entre 1966 y 1971, sobre andanzas a nivel de tierra por ese mundo, dorado e ingenuo. El impulso para hacerlo lo dio sorpresivamente mi hijo Gunnar, al regalarme una edición limitada que reproducía la mayoría de estos artículos para mi cumpleaños número 75. Después, con el apoyo de mi nuera Regina y mi esposa Ofelia, logramos la edición completa de los textos, ilustrada con 120 buenas y auténticas fotos.

Una pausa en el camino por las soledades del Sinaí central.

 

Debo aclarar que, como en los otros artículos y libros que me ha tocado escribir como parte de mi labor como investigador en física matemática, el propósito no es ensalzar a Bernardo, ni aderezar con salsa dulce o picante lo escrito por otros científicos o políticos, sino invitar al lector a contemplar y, tal vez, a entender al mundo que existía entonces: gozar la amplitud del espacio y revivir el tiempo del ánimo joven y vagabundo que atrapó a tantos de mi generación. Tal vez sea simple nostalgia por todo aquello que se ha perdido, demostrando que otros mundos fueron posibles.

Por eso quiero agradecer, a quien corresponda, por esa Edad de Oro.

Referencia

[1] Crónicas de un Mochilero en un Mundo más Ingenuo (Tintaenpié, CDMX, 2022), ISBN: 978-607-9178-42-0, 292 páginas, Licenciado bajo esquema de Creative Commons  4.0 Internacional.

 

Esta columna se prepara y edita semana con semana, en conjunto con investigadores morelenses convencidos del valor del conocimiento científico para el desarrollo social y económico de Morelos. Desde la Academia de Ciencias de Morelos externamos nuestra preocupación por el vacío que genera la extinción de la Secretaría de Innovación, Ciencia y Tecnología dentro del ecosistema de innovación estatal que se debilita sin la participación del Gobierno del Estado.

La Academia de Ciencias de Morelos aprovecha la publicación de este artículo que habla de tiempos de paz y tolerancia, donde florecen la ciencia y el arte, para unirse a las muchas voces que piden la paz para el pueblo de Ucrania.

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