A pesar de lo que decía la famosa frase publicitaria, ni siquiera los diamantes son para siempre. La historia del planeta nos revela que toda especie tiene su fecha de caducidad: lo que no nos dice es cuándo y como. En particular, ¿cómo desapareceremos nosotros? He aquí algunas posibilidades.
Desaparición del campo magnético terrestre
Nuestro planeta se encuentra bombardeado continuamente por una lluvia de partículas de alta energía, los rayos cósmicos. Parte de ellas las detiene la atmósfera, que actúa como una capa protectora, no totalmente eficiente pero tampoco completamente ineficaz. También existe otro tipo de protección más efectiva pero menos duradera, que es el campo magnético de la Tierra, una escudo de fuerza generado por el lento giro del núcleo de hierro fundido que nos protege de las partículas cargadas que contiene la radiación cósmica. Ahora bien, este escudo parece haber perdido un 15% de la intensidad que poseía en 1670, cuando se realizaron las primeras medida dignas de confianza: de seguir así desaparecerá en el año 4000. Por si no fuera poco, sabemos que el campo magnético ha invertido su polaridad varias veces a lo largo de la historia, la última vez hace 780 000 años. Y para que suceda una inversión debe reducirse a cero durante un tiempo.
¿Deberíamos preocuparnos? No existe ninguna correlación entre pasadas extinciones y descensos globales del campo magnético, pero eso no implica que no vaya a afectarnos. El problema es que no sabemos lo suficiente para poder decidir cuáles serán esos impactos y cómo protegernos de ellos.
La llegada de Skynet
¿Recordamos la película Terminator? En ella la gran máquina de Inteligencia Artificial (IA) Skynet decidió que la Humanidad era superflua y que lo mejor que podía hacer era hacerla desparecer. Pues bien, tanto el fundador de SpaceX y Tesla Motors, Elon Musk, como el fallecido Stephen Hawking han expresado su temor a que algo así pueda suceder. Para Musk, la IA es “potencialmente más peligrosa que las armas nucleares” y para el físico “el desarrollo de una IA completa será el anuncio del final de la raza humana”.
Sin embargo eso no parece preocupar a los millonarios tecnológicos de Silicon Valley. Allí más de 200 empresas están a la caza de una verdadera IA. ¿Debemos temer lo que salga de esos laboratorios? La historia nos ha demostrado que los expertos confían en exceso en su capacidad para lidiar con cualquier cosa. Eso nos ha llevado a situaciones como la de Fukushima, situada en un país donde todo se construye en previsión de un gran terremoto... Y la naturaleza los pilló con los calzones bajados. La explosión de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon en el Golfo de México en 2010 fue la demostración clara de que los especialistas son incapaces de comprender los riesgos de su propia actividad. Semejante petulancia terminó con más de 11 000 km2 de aguas contaminadas. Por eso no es extraño que haya quien piense que cuando un experto dice que no hay que nada que temer, es el momento de echarse a temblar.
Desastre biotecnológico
En muchas ocasiones los científicos, llevados por su pasión, no son conscientes de lo que puede provocar, y que cualquier mínimo error puede acabar en desastre. Y avisos ya hemos tenido varios, como el de mediados del siglo pasado en la Universidad de Sao Paulo de la mano de Warwick Estevam Ker, uno de los mejores genetistas brasileños y el gran especialista en abejas del mundo. Ker buscaba una especie nueva de abeja que produjera mucha miel y fuera resistente al clima de Brasil. Para ello cruzó las melíferas abejas europeas con las violentas abejas africanas, perfectamente adaptadas a ambientes cálidos y húmedos. De ese cruce nació una robusta abeja productora. Al igual que en una película de serie B, un error humano dejó libres a 26 reinas de esas abejas africanizadas. Warwick Kerr no se preocupó porque pensó que no prosperarían, pero pronto empezaron a llegar noticias de abejas salvajes que atacaban a seres humanos. Bautizadas por la prensa como 'abejas asesinas', se fueron extendiendo por toda América a una velocidad de 150 km al año, llegando a EE UU en 1985.
El asteroide del fin del mundo
El 15 de febrero de 2013 un asteroide de 17 metros de diámetro provocó una explosión 35 veces más potente que la bomba atómica de Hiroshima en la región de Chelyabinsk, Rusia. La roca no fue detectada hasta que entró en la atmósfera.
Una cosa debemos tener clara: no vivimos en un barrio demasiado tranquilo. Nuestra apacible vida cósmica puede verse trastocada por un asteroide o un cometa cuya órbita atraviese la de la Tierra. Saber cuántos cruzan la órbita de la Tierra es complicado pero podemos dar algunos datos: mayores de 1 km de diámetro se cree que hay unos 2 000; por encima de 500 m, unos 10 000; mayores de 100 m, 300 000 y de 10 m puede haber 150 millones. Por debajo de ese tamaño no resultan peligrosos: cada año suele llegar uno pero se desintegra antes de llegar al suelo. Para enfrentarnos a la extinción global solo necesitamos un asteroide entre uno y diez kilómetros de diámetro. En el peor de los casos la energía del impacto sería unas 500.000 veces el potencial nuclear mundial. Y la probabilidad de que en los próximos 50 años caiga un objeto así es de una entre 6.000 y 20.000: es más difícil que a usted le toque el gordo de la lotería.
Pandemia global
Hace 30 años creíamos haber acabado con dos temibles enfermedades, la viruela y la polio, pero otras tomaron su relevo. Así surgió el VIH y se comenzó a tener noticia de otros temibles virus, Ébola y Marburg, de los que se desconocía casi todo salvo su virulencia. También hemos tenido un resurgimiento de patógenos que se creían erradicados, y que muchas veces han venido acompañados de nuevas capacidades para resistir los tratamientos antivirales. Por último, tenemos la extensión a otras regiones de algunas enfermedades características de latitudes concretas, como la malaria y el dengue. Todos estos hechos han provocado que se haya desplomado el optimismo de poder controlar las enfermedades infecciosas.
En la mayoría de los casos estos virus estaban ya presentes en la naturaleza en ciclos que incluían la presencia de uno o varios hospedadores animales, y lo cierto es que el salto a la especie humana ha favorecido el desarrollo de una nueva enfermedad con síntomas mucho más graves que los desarrollados en su reservorio animal habitual. La regla es que un cambio de hospedador lleva asociado un aumento de virulencia. Un ejemplo de estos virus emergentes es el culpable de la primera pandemia del siglo XX, el SARS-CoV-2. Con un porcentaje de letalidad muy bajo (alrededor del 3% de los infectados), ha provocado una crisis mundial económica y sanitaria de proporciones inimaginables. La Covid 19 ha demostrado de la forma más cruda que no estamos preparados para una pandemia global mucho más letal.
La siguiente edad del hielo
Dentro de unas cuantas decenas de miles de años -prácticamente el mismo tiempo que ha pasado desde nuestra época de cazador-recolector- nos encontraremos ante un planeta blanco, donde la nieve cubrirá desde los polos hasta el ecuador. El nivel del mar caerá dejando a la vista nuevas costas, uniendo islas con continentes y convirtiendo los golfos en praderas. Los pocos humanos vivos posiblemente se acurrucarán alrededor de fuegos de campamento en las zonas ecuatoriales. Estaremos en la siguiente Edad del Hielo, peor que la soportada por cromagnones y neanderthales. Y muchos científicos piensan que se está iniciando ahora.