Antes de ello, se sabía de casos excepcionales como el del cubano Alberto Sicilia Falcón, una especie de pionero, pero a cuentagotas.
Éste es el resumen de una crónica reciente al respecto:
“En 1985, el asesinato en México del agentes especial de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) puso a prueba la relación bilateral entre México y Estados Unidos y abrió una herida de desconfianza que tardó más de una década en comenzar a cicatrizar.
El 7 de febrero de 1985, Enrique Camarena Salazar, agente de la DEA, fue secuestrado. Días después, el 5 de marzo su cuerpo fue encontrado en La Angostura, Michoacán. Se informó que había sido torturado.
En 1981, a Camarena se le asignó a la oficina de la agencia en Guadalajara, Jalisco, donde realizó operaciones en contra del cártel de Guadalajara.
Tras su asesinato el gobierno de EU echó a andar la Operación Leyenda, así como una unidad de investigación estadounidense identificó a Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca Carrillo y a Rafael Caro Quintero como los principales sospechosos del secuestro del agente”.
De regreso, les compartimos que a partir de lo de Camarena se vino “el boom” informativo sobre el espinoso tema de las drogas y la palabra “cártel” se hizo del dominio popular. Estamos hablando de 25, 26 años. Antes, mucho antes de ello, policías estadounidenses trabajaban abiertamente o encubiertos en México. En Morelos, se conoce una historia que se presta a broma pero es verídica. Fue a principios de los años 70’s, cuando un mafioso neoyorkino era afanosamente buscado por todas partes. Los órganos de inteligencia norteamericanos lo ubicaron en Morelos y decidieron darle seguimiento, con el consentimiento del gobierno mexicano. Los agentes nacionales eran ignorados por los extranjeros, los querían para cargarle sus cosas, no eran de su confianza, pensaban que iban a filtrar la información, así que hacían sus tareas por sí mismos.
Eran días de hippies, Rolling Stones, Credence y Beatles y el centro de Cuernavaca era una romería de extravagancias con su Burguer Boy y güeras y güeros tendidos vendiendo collares en el flamante pasillo de Las Plazas. Ciudad pequeña, chisme grande, era notoria la presencia de un señor de aspecto italiano, bonachón, generoso en la propina, que acudía normalmente a tomar café a El Universal. Era el objetivo de los policías norteamericanos. Su nombre: Sam Giancana, jefe de la mafia de Nueva York. Vivía en Tepoztlán, luego se supo, pero diario bajaba a Cuernavaca.
Bueno, en el grupo de agentes venía un hombrón de más de 1.90 de estatura, rubio, con rasgos de haber sido soldado en Corea; se le notaba su arma. Nadie le decía nada. Lo mismo se sentaba en El Universal que en cualquier otro café. Dicen que alguna ocasión, un policía judicial de la época, de los que llevaban lo mismo un ladronzuelo que a un asesino tomados de la parte trasera de la cintura, atravesando las calles de la ciudad hasta sus oficinas en lo que era el palacio municipal, le preguntó al norteamericano el porqué traía una pistola en una sobaquera. Dicen que lo maltrató. Y llegando a la comandancia le llamaron la atención: “No te metas con ellos; son del FBI”. Nadie los molestó. Era la época que Cuernavaca estaba llena de turistas y cualquiera, hasta Sam Giancana y el agente gringo, pasaban inadvertidos.
Cuentan que una tarde llegó el petulante agente del FBI buscando al director de la policía judicial que no era otro que el mítico Pancho Bravo Delgado “La Guitarra”. Iba descompuesto: le habían robado su cartera, con dinero y lo más importante, su placa como agente de la Oficina Federal de Investigaciones ---cuyas siglas en inglés siguiendo el librito de los informadores es FBI--. “¿No se le habrá caído en el hotel?”, le preguntaban burlones los policías criollos. “¡No!¡No!, yo caminar por zocalous, yo no sentir nada, en la habitación darme cuenta”. El jefe Pancho Bravo daba la orden a sus principales comandantes. “¡Consíganme esa cartera y la credencial del señor!”. No cabían de gusto. El policía gringo era prepotente, de primer mundo; los veía pequeños.
Uno de ellos le dijo a su jefe que en dos horas regresaba con la credencial pero no le aseguraba que con quien la hurtó. “No importa; hay que darle su placa a este menso”. Salió a caminar primero por los cafés preguntando por una persona. Había estado poco antes, pero seguro se había ido a la botana. Así que podía encontrarse en La Suriana, en el París Chiquito en Galeana, en Los Faroles de Federico López en La Plazuela del Zacate, quizá en el “Boulevard” de Las Casas esquina con Leyva con “Pepe Clo Clo”, en El Satélite de don Clemente, Mi Oficina de don Chucho, La Estrella o El Danubio en Matamoros, más arriba en El Cielo Morelense o El Jinete casi llegando a El Chapitel del Calvario o más lejos con El Chino de la Pata en La Pradera.
Inició su recorrido y lo encontró en una de éstas. Cuando el hábil carterista lo vio, le dijo: “ni me digas Marino, ya fue a llorar el gringo”. El policía solamente asintió y se pidió una cerveza. “El jefe quiere la placa aunque te quedes con la cartera, para que se le quite lo pendejo al güero ese”. Fueron a la casa del “punga” que por cierto forma parte de una familia tradicional, pero él caminaba por el sendero del artilugio, porque decían que no lastimaba a nadie, no usaba armas y lo suyo era lo más cercano al arte. Entregó la placa y habló sobre el dinero. Eran mil 300 dólares, se había gastado cien, pero ahí estaban. “Luego hablamos. Dame la placa, que pedí dos horas”.
Y don Raymundo Ceballos García, conocido como El Marino, fue a rendirle cuentas a su jefe Pancho Bravo. Éste al llegar estaba acompañado del compungido agente norteamericano. “Sólo encontré la placa, la tiraron como acostumbran los carteristas, en un bote de basura”. El del FBI le daba reiteradamente las gracias y el jefe solamente sonreía. Cuando salió el norteamericano, don Pancho le dijo: “¿Y los cuatro mil dólares que este menso dijo traía”. La respuesta fue inmediata: “No es verdad jefe, son mil 300 y se los quedó el punga”.
No preguntó quién fue, sólo le compartió: “Estos cabrones vienen a inventar el agua tibia. Que le sirva de lección”. El hábil carterista enmendó el camino, dejó de tomar, entró a trabajar al gobierno y hoy está pensionado. Se acerca a los 80 años, tiene muchos amigos y toma su café diariamente.
Sam Giancana fue detenido camino a Tepoztlán, llevado a Nueva York donde fue juzgado y murió de un cáncer a los cinco años. En las fotografías que dieron la vuelta al mundo aparecía en su flanco derecho el policía del FBI que nunca sintió como le birlaron su cartera. La placa, la famosa y hurtada placa, colgaba de su solapa, la necesitaba para la posteridad. En una oficina de la policía judicial de Morelos aparecía el recorte de un diario nacional procedente de un cable internacional, con la nota y la foto de Giancana y sus captores. Cada que la veían, se carcajeaban.