Pero no lo es. Es un indicador de que la semilla del crimen organizado germina entre la adolescencia morelense y que es asunto no solamente del gobierno sino de la familia. Murieron al instante dos: uno de 14 y otro de 16 años, y quedaron heridos tres, entre ellos una joven de 18. Ninguno rebasaba esa edad, eran prácticamente menores de edad.
Son varias las lecturas obligadas en este trágico evento:
1.- En la delincuencia organizada existe una capacidad de reciclamiento extrema –está el caso del apodado “Ponchis” de 14 años— y prácticamente la vida de estos muchachos no vale nada para los que son sus jefes.
2.- Se hace obligado que en cada hogar se adopten medidas preventivas que impidan, hasta lo posible, la contaminación de la juventud, que cada padre y madre, hermanos mayores, tíos revisen las relaciones naturales de los muchachos y a sus nuevas amistades. No está por demás conocer con quién andan los hijos o nietos, sobrinos o hermanos. Bueno, este punto se hace imperativo dada las consecuencias que a diario conocemos en temas de violencia.
3.- Es vital que especialistas en materia jurídica y social revisen la ley que sanciona a menores, porque en este caso uno de los asesinados, de sólo 14 años, contaba con antecedentes por robo de vehículo y posesión de drogas. Es molesta la comparación, pero en otros países –por ejemplo Estados Unidos-- a los adolescentes que cometen delitos graves se les penaliza como mayores de edad, más de acuerdo con el delito cometido. El reclutamiento entre menores facilita las condiciones a los jefes de los grupos violentos; de ahí el término de “reciclables” no de manera peyorativa pero sí en base a la contundente realidad.
5.- Por lo tanto, los diputados en el Congreso local deben hacer su parte en los terrenos legislativos con el respaldo profesional de las organizaciones de derecho y sociología, entre otras, para adecuar las leyes a lo que vive el país y nuestra tierra.
Todos son víctimas, ofensores y víctimas. Queremos imaginar que los que manejan las armas largas de uso exclusivo del Ejército son también casi niños, lo que hace el tema multiplicadamente grave y nos lleva a otra dolorosa realidad: como en la Colombia –en Medellín, los dominios de Pablo Escobar Gaviria-- de hace 20 años que tan bien retrata Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios, en México –en Morelos, no nos queda más que aceptarlo-- van ya en camino de la profesionalización de cómo matar. Los muertos y heridos oscilaban entre los 14 y 18 años. Entonces la lógica indica que los agresores andan por esa edad.
Por ello no es un evento de violencia más, cotidiano. No. Aquí el ajuste se hace entre casi niños y toca que cada área con responsabilidad oficial, y sobre todo en el seno de la familia, cumpla con su papel. El camino al regreso de la vida tranquila en nuestras calles y pueblos se observa tortuoso, larguísimo, sin luz pequeña siquiera, el final sólo se imagina. Este duro proceso de criminalidad combatida desde este gobierno federal donde el ciudadano común no fue consultado, trae este tipo de consecuencias seguramente. Siempre han existido los hogares disfuncionales, las torceduras en familias, pero aquí el estrato nos indica que es debajo de la clase media donde el problema se encuentra enraizado, que las instituciones deben empezar con tareas sociales que permeen.
Hay una base en la delincuencia que vive México: la ignorancia. No hemos visto en las grandes presentaciones de presuntos capos y jefes a ninguno que siquiera parezca con preparación.
Hoy utilizan a niños como en la Colombia de hace 15 años. Ese país sudamericano no ha dejado de ser el gran productor de cocaína, heroína y mariguana, incluso se habla que hoy envía más al mercado mundial, pero algo hicieron que terminaron con las matanzas. México se encuentra inmerso en el proceso que los colombianos vivían no hace mucho: siguen haciendo los negocios ilegales con la droga pero han dejado de tirar tanto cuerpo por calles y barrancos. México tiene años, lustros, décadas, de ser la plataforma de preparación de la droga para que la reciban nuestros vecinos del norte, más que productores (aunque hay regiones que cultivan mariguana y amapola, nunca comparadas con los sudamericanos), pero el baño de sangre espeluznante nadie lo imaginaba. Es una realidad que lastima, pero es eso: hechos, hechos y más hechos.
Algo tenemos que hacer todos, porque ninguno, persona o institución, es ajeno a la responsabilidad de tener un país que nadie desea pero que poco o nada hemos luchado porque cambie.
En tanto, habrá que celebrar con la prudencia y precaución obligada esta noche del Grito de Independencia, no a los que salgan a lanzar proclamas y tocar campanas desde balcones, que son transitorios. No, sino la tradición de la fiesta de los mexicanos. Es la conservación de nuestra identidad y la ratificación –en tiempos de miedo-- del sentido de pertenencia. Así que ¡Viva México!