Quién sabe qué 10 de mayo era, pero nos encontrábamos ya en el mercado nuevo –El Adolfo López Mateos—y terminábamos la primaria. Tuvo que ser en 1965 porque el año siguiente cursaba el que escribe el primero “B” en la federal “Froylán Parroquín García”. Veíamos a los que salían del turno matutino de la “Benito Juárez” con su arreglo de platos, de tazas, de flores, alguna artesanía, irse presurosos a entregarlo a sus mamás. ¿Por qué no regalarle algo así a La Jefa? Días antes, en el pasillo que lleva de Clavijero a Guerrero, ese donde está --¿O estaba?—la famosa mercería “La Japonesa”, veíamos como armaban los regalos, usando una secadora de pelo para que el celofán, plástico y los moños quedarán apantallantes, dejamos un anticipo para un “juego de platos”. El mero 10 pasamos por él al regreso de la escuela, emocionados claro, y bajamos orondos por lo que -quién sabe a qué locos- se les ocurrió ponerle “Puente de Dragón” y que simplemente era el puente.
Atravesamos la nave principal ya pardeando y La Jefa lanzaba gritos en lo que era únicamente un local con dos mesitas ya, además de sus cuatro asientos de herrerías con una pequeña barra con que nos recibieron un año atrás cuando fue el éxodo del mercado viejo a este tremendo elefante. Esa vez éramos parte activísima del coro que cimbraba a toda la ciudad, entre policías uniformados con sus garrotes y pistolas, civiles armados, cerca el Ejército, listo por si se necesitaba. El grito llegaba a cada rincón de nuestra arbolada capital: “¡Qué chingue a su madre el presidente municipal Valentín López González y sus regidores! Nos habían quitado el patrimonio, los clavos sobre la espalda de la iglesia de Tepetates, los bancos y las mesas de madera donde el negocio florecía. Llanto incontenible de los mayores, los niños chillábamos y seguíamos mentando madres, con ganas que se nos atravesaran un policía o lo que fuera para tragárnoslo. Fue duro.
Llegamos con el arreglo de platitos y bien macizo el celofán calentado con la cosa esa para el pelo. Esperamos que doña Ángela –que tendría unos 29-30 años- se desocupara un poco, y le llegamos con timidez: --“Te traje tu regalo del Día de las Madres, jefa”.
Volteó a ver, no tocó el arreglo, llamó a los demás hermanos para lanzar una consigna que sería respetada hasta el día de su muerte:
--“Ya ven a este pendejo, me trae un regalo que de las madres, cuando ayer se lo quité de las manos a los policías porque se peleaba con otro chamaco como si fueran leones. Ahora viene con un regalito. Este día lo inventaron el Excélsior y una mueblería del Distrito Federal a finales de los años 20 o principios de los 30. Fue un negocio y a alguno se le ocurrió que sería el Día de las Madres. A mí no me regalen nada, pero pórtense bien todos los días y no sólo hoy, que los he notado, se han hecho mustios. Ayúdenme en este negocio que no crece, ese es el único regalo que les pido”. Pasarían dos o tres años para que al mercado Adolfo López Mateos le fuera bien.
El jefe en plena convalecencia pese a sus 33 ó 34 años, no dijo nada, solo movía la cabeza avalando lo que decía La Güera. A él también –lo supimos poco después—se le ocurrió comprarle un regalo el día de los novios y su amada lo mandó a rogar por su ida madrecita el mismo día que nació. La razón: le llevaba un presente con el pago de varias serenatas. “Si algo me quieres regalar, cántame solo a mí, cabrón”. Y así fue, la guitarra en la fonda, la guitarra en la casa, la guitarra en el carro, la guitarra a cuestas.
La Güera, sin embargo, atendía a cientos de clientes los 10 de mayo, lo hacía como siempre, con esmero y calidad. Y los hijos que se quedaron en su negocio, siempre al tanto. Algunos habíamos emigrado, teníamos otra actividad, pero cualquier día era bueno para llegar a comer y ser atendidos directamente por ella… excepto el 10 de mayo. “Miren a mis clientes, están contentos, son gente normal, que hace lo que todos, no sé cuándo, por qué, si es herencia de mi mamá antisocial y muy directa, pero quienes hacen las cosas distintas, somos nosotros”, dijo con algún coraje mezclado con nostalgia La Jefa. Y remató: “Pero ni hablar, así me hicieron y yo los pasé a fregar, ni qué hacer”.
Eso era por un lado, pero por otro, las enseñanzas de La Jefa a no permitir que un hermano abusara del otro, prevaleció a años de su ausencia. Un empleado de un Tribunal, lo dijo a varios de los hermanos: “Es increíble que un intestado donde hay intereses varios, lo hayan arreglado en prácticamente un mes, normalmente pasan años y se dan con todo”. Transparentes como solemos ser en la familia, les compartimos que gracias al más ordenado de los varones que quedamos –y no es Borrego ni un servidor--, los entonces cinco hijos –Piteco y José Alfredo se habían ido hace tiempo--, hubo una primera reunión aprovechando la comida para dar a conocer lo que haría y concretando la voluntad de La Jefa que decía esto para aquel, lo otro para aquella, a este, tal y así alcanzaba para todos, gracias a su esfuerzo y si de algo presumió –y sus hijos lo hacemos también—es que era trabajadora en extremo y bondadosa: “Todo es para mis hijos, para eso trabajo”. Acudimos dos o tres visitas al juzgado y punto.
¿Mejor herencia que instrucciones de cómo cuidar y respetar la familia?
Mucha madre, sin duda.
Como ella decía, nos hicieron diferentes para estos eventos, o la navidad o el año nuevo, o el día del padre, pero eso no obsta para que felicitemos a todas las madres, a sus hijos, nietos, las tengan o no. La Jefa aquí está, en estos momentos, en la mirada o los ojos de cualquiera de sus sucesores, en alguna expresión o en el sabor singular de la pancita que, por fin, le agarraron el tono y sazón de antaño. Aquí la tenemos. Ellos nunca se van.